LA CUEVA DEL ORO

 
Existe en el término de Iniesta —como a unos cinco kilómetros del pueblo— una cueva, cerca de la cual hay unas pequeñas ruinas, que pertenecían, como el Castillo y multitud de propiedades, al Marqués de Villena. Este inquieto investigador y escritor famoso, desde últimos del siglo XIV y primeros del XV, residió muchas temporadas en el pueblo de Iniesta, por ser su Señorío, aunque tenia inmensas posesiones y castillos por toda la comarca. El tiempo que D. Enrique de Villena no estaba guerreando lo dedicaba a estudiar, escribir o investigar. Era aficionado a la Química —que entonces se la denominaba Alquimia— y buscaba, con afán, el modo de convertir otras sustancias en oro.


 
Hasta decían que llegó a conseguir la lluvia artificial, por lo que creían que era brujo o nigromante. En su castillo habla montado un magnífico laboratorio, dotado con toda clase de aparatos, retortas, crisoles, matracas, reactives de todas las variedades, etc., y allí se entregaba afanosamente a sus experimentos.
 
Era inmensamente rico y casi tan poderoso como las Reyes, por lo que disfrutaba de cuantiosas rentas. No es de extrañar que, aunque no hubiera logrado producir el oro, o convertir en él varias materias, reuniese muchas riquezas.

Tenía D. Enrique de Villena un escudero inteligente y fiel en el que depositó toda su confianza. Pensó entonces edificar, en los terrenos próximos a la cueva —que eran suyos—, una vivienda para el escudero y depositar en ella el oro que había acumulado, para que fuera guardián del mismo su fiel criado.

 
—Ya sabes —le dijo— La casa está terminada. Desde mañana vivirás en ella custodiando mi caudal.
 
—Como vos mandéis, señor.
 
—Desde pasado mañana —que ya no hay luna—, por la noche, en acémilas, irás transportando las cargas de oro, que depositaremos en la cueva. ¿Quién va a sospechar que en aquella apartada y pobre casa, habitada por un criado, el poderoso Marqués de Villena tiene su tesoro?
 
—Igual creo, señor.
 
—Te entrego también, además de la casa, los terrenos colindantes, para que vivas holgado, además de doblarte la soldada que hasta hoy venías percibiendo.

—Lo que el señor disponga estará bien para vuestro fiel escudero.

 
—Pues desde mañana, empezaréis vuestras tareas, en las altas horas de la madrugada, con el mayor sigilo.
 
—¿Y solamente ha de ser este vuestro servidor el que custodie el oro...?



—Si pusiéramos más personas, los posibles ladrones sospecharían inmediatamente.
 
—Cierto: Es más prudente lo que ordenáis.
 
—Si notaras algo sospechoso...
 
—Estando tan cerca del castillo bien pronto os avisarla.
 
—Ni talento ni voluntad os faltan.
 
—Todo se hará como ordenéis, señor.

El tiempo pasaba y la famosa cueva, cada vez fue enriqueciéndose con nuevos tesoros. El oro en lingotes se amontonaba dentro de ella. De vez en cuando —muy espaciado— en las oscuras noches en que no habla luna, una acémila o dos se paraban en la puerta del escudero. Tras otear cuidadosamente los alrededores, la dorada carga era depositada en la cueva, que se cerraba con la mayor precaución y seguridad.

 
Cierto día, D. Enrique de Villena tuvo una confidencia secreta.
 
—Señor: Tal vez lo que os diga no tenga gravedad ni trascendencia. Pero en bien vuestro, al que debo más que la vida, quiero enteraros de un asunto, con la mayor reserva.
 
—Hablad, pues —dijo D. Enrique de Villena.
 
—Es respecto a vuestro escudero, el que vive en el campo.
 
—Bien. Seguid.
 
—Está comprando muchos terrenos en Alarcón. Y es raro que un escudero tenga ahorrado tanto dinero de forma honrada... Aunque se ha casado, como la mujer no es rica, de ella no procede el dinero que gasta...
 
—¿Algo más...?
 
—Nada, señor, salvo que también tiene trato con algunos judíos.

—Podéis retiraros. Tiró de una borla de seda que tenía junto a su mesa, apareciendo en el acto un criado, al que ordenó:

 
—Conduce a este hombre a la puerta. ¡Ah!, y para que no hayáis perdido el viaje, tomad esta bolsa con algunas monedas, para el gasto, que por mí habéis tenido que hacer al venir.
 
—¡Gracias, señor! ¡Es tanto lo que os debo, que no sé cómo podría pagaron nunca!

El Marqués de Villena, con la mayor cautela y disimulo, vigiló estrechamente a su escudero y comprobó que eran ciertas las referencias que le dieron confidencialmente.

 
D. Enrique visitó, además, la cueva de su tesoro y pudo comprobar que faltaban bastantes lingotes de oro. Disimuló como si de nada se hubiera apercibido y a los tres días mandó llamar al escudero.
 
—Quería preguntarte, qué mujer es la que vi en tu casa cuando estuve por allí.
 
—Es mi esposa, señor. Hace tres meses que me he casado.
 
—¿Y cómo no has pedido licencia a tu señor, ni has dicho nada?
 
—Señor: Vos estabais ausente y no sabía por cuánto tiempo... Y me casé.
 
—Bien, hombre, bien por mi fiel escudero...
 
—Señor: Os ruego que perdonéis este... descuido.
 
—Supongo que tu mujer sabrá también el empleo que damos a la cueva...?
 
—Por ella nada temáis, señor. Mi mujer y servidora vuestra, es callada como una tumba y prudente como una serpiente.
 
—También sé que has adquirido bastantes tierras en Alarcón...
 
—Señor: Mis pequeños ahorros... y el capital de mi esposa.

 
—Bien bien, mi fiel escudero...
 
—¿Y puedes explicarme tus frecuentes tratos con Leví, el judío?

—Quería venderle algunas alhajas de mi mujer, para ayuda de pagar las tierras.

—¿Conque tu mujer tiene alhajas...? Los ojos de D. Enrique de Villena echaban chispas. Parecía como si quisiera traspasarle con la mirada. El escudero temblaba de pies a cabeza. No sabía qué razones dar a su señor, aunque tuvo la sensación de que D. Enrique estaba al tanto de su hurto y de todos sus manejos.

Al ver la confusión y azoramiento del escudero, con el fin de confiarle un poco para cumplir lo que se había propuesto, le dijo:

 
—Te felicito por el buen uso que haces de lo que honradamente has ganado, que en vez de gastarlo como otros en francachelas, lo empleas en segura riqueza, como son las tierras.
 
Se atrevió el escudero a mirar a su señor; pero en su rostro solamente encontró una sonrisa, que no sabía si era de burla o de complacencia.
 
—Ahora —dijo D. Enrique— acompáñame, que quiero enseñarte una cosa muy curiosa e importante.
 
El Marqués salió seguido de su escudero. Atravesaron pasillos y ricas estancias del Castillo y después subieron varias escaleras, hasta llegar a una sala muy amplia del piso superior. Pero esta estancia no estaba ricamente decorada, sino llena de aparatos que al escudero le parecieron algo raros: Eran retortas, crisoles, matraces, tubos de vidrio, probetas y otros mil utensilios. En una palabra: el laboratorio del Marqués. Cuando su escudero hubo entrado, cerró cuidadosamente la puerta.

D. Enrique no permitía nunca la entrada a nadie en aquella Sala secreta de sus experiencias. Tampoco la había visto por dentro el escudero, Por eso se quedó sorprendido.

 
—¿Qué te parece esta sala? ¿Te gusta...?
 
—Yo, señor... No entiendo de esto.
 
—¿Ves estos frascos llenos de cosas... bonitas?
 
—Bueno, tanto como bonitas... Vos sois un sabio y así os lo parecerán.
 
—¿Qué ves aquí? —preguntó al escudero, mostrándole varios frascos de colores diversos.
 
—Esto, señor, parece azufre. Estos polvos rojos, no sé lo que son. Ni tampoco los verdes, ni los blancos...
 
—¿Y de estas aguas maravillosas, qué me dices? Huele y verás...
 
El escudero iba obedeciendo, cada vez más intrigado e inquieto, siguiendo cuanto el Marqués de Villena le mandaba.
 
—Pues ahora vas a ver los efectos mágicos uniendo, en debidas proporciones, estas cosas.
 
Encendió dos potentes hornillos, en los cuales fue mezclando varias materias. Un humo espeso y picante se fue extendiendo por el amplio gabinete de experimentaciones del Marqués. Acercó al escudero a unas marmitas que hervían y le hizo respirar alternativamente los vapores da ambas.
 
—¿A qué huelen? —iba preguntando el Marqués.
 
—Este parece que a ricas manzanas... Este, a...
 
—¿A qué...?
 
—No sé señor, me mareo...
 
La escena, a partir de entonces, quedó muda. Por artes mágicas, no se sabe cómo, logró reducir de tamaño al escudero... Lentamente se fue achicando, hasta que lo metió en una redoma, aunque sin privarle de la vida.
 
La cerró cuidadosamente, dejando dentro al escudero, como un muñeco, que ya empezaba a despertar de aquel como letargo en el que D. Enrique, para lograr sus fines, le había sumido.
 
Hizo correr la voz de que el escudero, a partir de aquella fecha, había desaparecido. Su mujer nada supo de lo sucedido y quedó sola en la casa que el Marqués de Villena había hecho para su marido.
 
Como nada se supo ya de él y la mujer siguió viviendo allí, empezaron a llamar a la casa, "La casa de la viuda", nombre con el que aún se designa a aquel paraje.

Los tesoros fueron trasladados a lugar más seguro y D. Enrique de Villena, al poco tiempo, se trasladó a la Corte de Enrique IV. Después fue acompañante del Infante D. Fernando de Antequera, a Sevilla, muriendo en dicha ciudad.

Y Sigue la leyenda...
 
Desde la muerte de D. Enrique empezó a notarse en el Castillo de Iniesta y sus alrededores, la presencia de un fantasma, que llenaba de terror a los campesinos.
 
Iba con su indumentaria de escudero y se paseaba con unas barras sobre el hombro —al parecer de oro—, exhalando tristes suspiros y quejas ahogadas, sobre todo en las noches de novilunio, un rato antes del amanecer.
 
La gente empezó a creer que era el escudero del Marqués de Villena. Como mientras él vivió lo custodiaba y guardaba, proporcionándole los debidos cuidados para que no muriera dentro de la redoma, al faltar él, ya nadie volvió a ocuparse de ella, que debió quedar además en sitio seguro y secreto que sólo D. Enrique conocía. Por lo que, prisionero en la redoma, el infiel escudero falleció, según la leyenda, y únicamente por las noches se aparecía a las gentes amedrentadas, llevándoles, entre ahogados lamentos, un mensaje, que ninguno se atrevía a escuchar.
 
Es tradición que este fantasma duró hasta que los Reyes Católicos, al someter a D. Juan de Pacheco, Marqués de Villena y Señor de Iniesta, ordenaron la demolición del Castillo.



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