LA LEYENDA DEL MORO HIDALGO

 
Hace ya muchísimos años, no sabemos cuántos, cuyo recuerdo se pierde en la lejanía de los tiempos, existía una aldea —hoy desaparecida— detrás del Cerro de San Cristóbal, entre Villa-seca y Torrecilla.
 
Allí habla una torre o fortaleza cristiana de poca importancia, si bien por su cercanía a la que los historiadores llamaban "la formidable plaza de Cuenca" que estratégicamente debieron los invasores musulmanes considerarla apetecible.
 
Ocurría el hecho que vamos a narrar antes de la batalla de las Navas de Tolosa y se ha conservado por tradición. Es tan bonito, que no queremos se pierda entre el polvo del olvido.


 Aún existe en el llamado "Cerro de la Vega", parte del poblado moro en ruinas, muy cerca del sitio denominado "0llas de Huerta". Tenía la fortaleza cristiana muy pocos habitantes, un buen soldado como vigía, que turnándose con otro fiel servidor de la torre, no perdían de vista a sus vecinos extranjeros, y un Capitán, experto y valiente, casado con bellísima y virtuosa dama, cristiana, como todos los habitantes de la fortaleza.

—Señora —dijo D. Diego a su esposa— he de marchar inmediatamente porque acaba de llegar un emisario con orden urgente y tengo que ausentarme. Quedáis, pues, durante este tiempo hasta mi vuelta, como dueña y defensora de esta pequeña fortaleza cristiana.
 
—Mucho lo siento —contestó la señora—, porque si algo sucede no sé cómo me las podré arreglar. Pocas defensores, sin experiencia en lides guerreras y sin vuestra dirección y arrojo... ¡Dios sea con nosotros...!
 
—A El os encomiendo y espero su ayuda.
 
—¿Cuándo partiréis?
 
—Antes de amanecer.
 
—Ya sabéis, querido D. Diego, que estamos estrechamente vigilados. Y si se dan cuenta de vuestra marcha...
 
—Por eso evitaremos en lo posible que nos vean. Cuando amanezca ya estaremos lejos de aquí...
 
—¿Habrán visto llegar al emisario del Rey?
 
—No podernos saberlo. Extremad las precauciones. Que nadie salga hasta mi regreso... ¡Y que Dios nos asista!
 
Besó el caballero amorosamente a su esposa D. Elvira y con un suspiro que pregonaba el sacrificio que hacia al dejar a tan encantadora mujer, salió de la estancia, mientras D. Elvira secaba con su pañuelito de fino encaje unas lágrimas furtivas que rodaron por sus mejillas.


Rezando en la pequeña capilla, de la torre estaba D. Elvira cuando un viejo servidor, llamando con los nudillos en la puerta, dijo:
 
—Señora, ¿dais permiso para que pase?
 
Dos veces tuvo el criado que repetir la llamada. Tan embebida, estaba D. Elvira pidiéndole a la Santísima Virgen ayuda, que no lo oyó la primera vez.
 
—Pasad, Juan. ¿Qué ocurre?
 
—Señora: El vigía avisa que nota movimiento en el poblado moro, como si prepararan alguna cosa...
 
—Vuelve y seguid vigilando. Si algo volvéis a notar, me lo decís.

—Bien, señora. Además, las pocos que somos estaremos dispuestos.
 
—¿Dispuestos decís? ¿Y qué podremos hacer, infelices de nosotros, faltando D. Diego?
 
—No sé, señora; pero mejor será estar preparados...
 
Por el estrecho ventanal, a modo de aspillera de la capilla, empezaba a filtrarse la tenue claridad que anunciaba el alba.
 
—¡Señor, Señor! —suspiró entre lágrimas la bellísima Doña Elvira—. Bien veis que las pocas mesnadas de que disponemos ha tenido que llevárselas D. Diego... Bien veis, Señor, que estoy sola, con viejos criados, mujeres y niños, que no, podemos pensar siquiera en defendernos si nos atacan...
 
A los pocos instantes volvió a la capilla el anterior emisario.
 
—Señora: Es seguro que nos atacarán. En el poblado moro se observa gran movimiento y se alcanza ya a divisar claramente una columna que avanza hacia acá, sin duda a unirse can las fuerzas de nuestros vecinos. Ya no hay duda alguna y dentro de unos minutos los tendremos frente a nosotros...
 
—Dios nos ayudará. ¿Está todo bien cerrado?
 
 —Perfectamente, señora...
 
—Estaré rápidamente con vosotros. Trasladad agua y comestibles, todo lo posible, a los últimos pisos. Que las mujeres y los niños se instalen también allí. Pero todo en silencio, como si no supiéramos lo que sucede.

El fiel criado no, se habla equivocado. Las fuerzas moras avanzaban ordenadamente. Las verdes banderas, donde ondeaba la media Luna, indicaban que venían en son de combate. Empezaron a sonar añafiles y tambores. El gran Caudillo Hamet ya estaba a un tiro de ballesta al frente de sus huestes en son de batalla.
 
Según sus órdenes, los moros cercaron totalmente, la fortaleza. Hamet ordenó que su tienda estuviera justamente frente a la entrada principal de la torre. En el tiempo que duraron estas maniobras los infelices sitiados a duras penas contenían su pena y aflicción. 
 
D. Elvira volvió  la capilla a redoblar sus ruegos. Entre sus lágrimas creyó notar que el niño que sostenía la Virgen en sus brazos sonreía.
 
—¿Sonreís, Niño adorado? ¡La pena ahoga mi corazón! Vos que sois la sabiduría infinita, inspiradme algún recurso para resistir hasta que llegue D. Diego. El sabe muy bien el peligro que corremos y ya hace más de dos meses que se marcharan. Volvió a mirar al Niño y no vio señal alguna de la sonrisa que antes creyó advertir.
 
—Niñito, Niñito bueno! Yo que creía que sonreíais. Eran tal vez mis deseos.
 
Pero nadie esperó nunca en vano.
 
Los servidores de la torre, cumpliendo las órdenes de su señora, no habían disparado ni una sola saeta. Las fuerzas moras permanecían en quietud, como dispuestas a esperar tranquilamente los acontecimientos. Sin duda sabían que el bravo D. Diego con sus mesnadas, estaba ausente. La torre debía estar indefensa y, al parecer, deseaban tomar la fortaleza "por las buenas", sin destruirla.


Hamet envió un emisario para tratar la rendición. Al lado de las banderas verdes del Profeta, ondeó la bandera blanca en señal de momentánea paz.
 
—Abrid la puerta pequeña —ordenó D. Elvira— y que pase inmediatamente el emisario, que ya viene hacia nosotros.
 
Efectivamente. Al ver los moros que también la bandera blanca ondeaba en la torre sitiada, destacaron a un moro hacia la fortaleza.
 
Tras el ceremonioso saludo árabe, el enviado habló así:
 
—El valiente Capitán Hamlet os dice por mi boca que si os rendís, ningún daño os haremos. Podréis marchar libremente donde deseéis.
 
La hermosa D. Elvira reflexionó un momento. Habla oído que este caudillo tenía fama de hidalgo y altruista. Como un relámpago, cruzó por su cerebro esta idea.
 
—Decid al valeroso Hamet, que hasta esta fortaleza ha llegado la fama de su valor e hidalguía. Que como cumplido caballero, deseará ganar esta fortaleza en buena lid, Y que, por si él no lo sabe, decidle de parte mía, que soy la esposa de Don Diego, que hace más de dos meses salió llamado por el Rey con todas sus mesnadas. Estamos, pues, en la fortaleza, solamente ancianos, mujeres y niños. Y que si quiere comprobarlo que venga, que cumplidamente se le recibirá con todos los honores...
 
—Quédate en paz, señora, y que Alá te guarde. Llevaré tu mensaje al Caudillo y, seguidamente, si Hamet lo ordena, volveré con la respuesta.

Al poco rato el enviado de Hamet quiso comprobar el aserto de la Castellana y mandó delante a su emisario.
 
—Señora: Hamet dice que quiere comprobar si es cierto cuanto le he dicho y que si lo permites vendrá con su Ayudante y su Médico a visitar la fortaleza.
 
—Decid a vuestro señor que en esta torre con mucho gusto se le recibirá como amigo. Puede venir cuando quiera.
 
Rápidamente se colocaron sobre la mesa del comedor, cubierta por rica mantelería, manjares servidos en platos y fuentes de plata repujada, vinos y otras bebidas de las más exquisitas que había en la bodega.
 
D. Elena con sus damas, ataviada lujosamente, esperó en su sitial de honor al caudillo moro. Las pajes anunciaron:
 
—El muy poderoso caudillo Hamet.
 
—Pasad, señor, a esta vuestra casa, que se honrará en haceros los honores de recibimiento, en ausencia de mi esposo.
 
Tres reverencias al estilo árabe hicieron tanto Hamet como sus dos acompañantes. La dama les tendió su diminuta mano que respetuosamente besaron, primero Hamet y después sus acompañantes.
 
—Señor, ya que habéis tenido la gentileza de visitarnos, os acompañaré al comedor donde, en honor vuestro, hay servidos unos frugales manjares y después recorreremos de alto en bajo toda la fortaleza. Veréis que estoy sola, acompañada únicamente de mi servidumbre. Los habitantes de la torre somos ahora únicamente. ancianos, mujeres y niños.
 
—Tan gentil eres, bella dama, como discreta e inteligente.
 
—Comprobaréis que os dije la verdad.
 
—Pues si así es, como creo, jamás se dirá que el caudillo Hamet tomó una fortaleza cristiana, sin pelea franca y leal. Mi propósito es tomarla. Y si Alá lo permite, así será. Pero en debida, forma. No puedo entablar pelea con mujeres y niños indefensos.
 
—Gracias, Hamet. La fama que gozáis pregona mucho menos de lo que merecéis.
 
—De haber sabido, señora, que tu esposo y guerreros estaban ausentes, yo no habría cercado la torre.
 
—Yo lo he supuesto y por eso os lo comuniqué.

Bajaron al comedor y tras un frugal convite, se llenaron las copas de vinos añejos para los cristianos, de hidromiel y otras bebidas para los moros.
 
—Señora: También la fama de tu gentil belleza ha corrido por todo el reino. Mis soldados deben tener alguna compensación de las fatigas del viaje y cerco infructuoso.
 
—¿Y qué podría ofreceros, señor, a cambio de vuestra hidalga acción, si levantáis el cerco, como he creído entender?
 
—Has entendido bien. El cerco se levantará inmediatamente. Y volveré cuando esté el defensor con todas sus tropas. Ahora sería una ganancia demasiado cara para un caudillo de honor, tomar vuestra fortaleza sin ganarla. ¡Nunca Hamet cometerá tal villanía, que mancharía su conciencia y su nombre para toda la vida!
 
—Entonces ¿qué podré ofreceros?
 
El tesoro de tu gracia y tu voz que, según dicen, es admirable. Tú, señora, cantarás una romanza a elección tuya. Mis tropas levantarán el sitio y formarán bajo la torre del homenaje. Y tú, que sin batallas has ganado la fortaleza a aguerridos combatientes, sin combatir, cantarás para ellos, para nosotros todos, que aunque curtidos en las batallas, también sabemos rendir homenaje y pleitesía a las Huríes, aunque sean cristianas.

Tras los saludos reverenciosos de los tres árabes, D. Elvira subió rodeada de sus damas, a la torre del homenaje. Una de ellas, que era inspirada rapsoda, compuso un bello romance en el que se cantaba esta bella acción de Hamet y acompañada de laudes y guzlas, D. Elvira cantó bellamente, prodigiosamente, can el alma llena de agradecimiento en honor del caudillo árabe, que supo ser tan digno como hidalgo.

El ejército moro, tras la correcta formación para escuchar a la dama, desfiló ante ella, rindiendo homenaje al encanto y gentileza de la castellana que, con su talento y belleza, supo librar sin batalla la fortaleza cristiana.

Un aluvión de años, tal vez siglos, han caído sobre aquellas venerables ruinas. Ni recuerda siquiera la Historia los nombres de los defensores de la fortaleza; pero se ha salvado la bella leyenda de que fueron protagonistas una hermosa dama castellana y un moro hidalgo, valiente y pundonoroso.


ROMANCE DE HAMET

Hamet el caudillo moro cercó nuestra fortaleza. Mil aguerridos soldados esperaban con firmeza orden de su capitán para tomarla a la fuerza.

¡Pobre Torre! Ha de rendirse porque no tiene defensa..
 
Sólo mujeres y niños alberga la fortaleza. El Castellano leal meses ha, partió a la guerra y llamado por su Rey tropas y caballos lleva.

D. Elvira y todos lloran. A la Virgen se encomiendan, la invocan par defensora esta desgracia inmensa.

Hamet manda un emisario:
 
-Si entregáis la Fortaleza ningún daño os causaremos. Inútil la resistencia!

—Pues decid al Capitán, fama de su nobleza pregonan todos los Reinos, y aquí no tenemos defensa. Que mi esposo con sus tropas marcharon a otras tierras.
 
¡Sólo mujeres y niños la Torre alberga!

Y este recado le mando por si es que él no lo supiera.
 
Puede Hamet comprobarlo: que por él mismo lo vea...

Fue el emisario y volvió: bien oiréis lo que dijera.

—Hamet, señora, vendrá si le dais vuestra promesa de registrar esta Torre y ver quién se alberga en ella.

—Habla, pues. Dime, señora, que llevaré tu respuesta.
 
—Abrid —dice D. Elvira. Abrid la puerta pequeña que puede venir Hamet y comprobar cuanto quiera.

Hamet dice a D. Elvira:
 
—;Que Alá te guarde, Condesa! que admiro tanto tu gracia, como tu ingenio y belleza. Deseo tomar la Torre pero que en buena lid sea. Cuando tenga defensores en brava y franca pelea. Que tomarla sin batalla fuera muy grande vileza.

Hamet no osaría nunca tomarla sin resistencia. ¡Para mí fuera deshonroso cometer esa bajeza!

—Mil gracias, noble Hamet.
 
—Que Alá te guarde, Condesa. Contra mujeres y niños Hamet nunca se pelea. Y cuando venga tu esposo ajustaremos las cuentas. De igual a igual, frente a frente, con coraje y con nobleza.

—Mil y mil gracias, Hamet. ¿Qué os daría en recompensa de tan magnánima acción, de tan fina gentileza...?

—Que cantes una romanza y que tu gentil belleza puedan contemplar mis tropas que cercan tu fortaleza. La que pensé fuera mía al rendirla por la fuerza.

Y una gentil Castellana la ha ganado sin pelea...
 
 

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