ANTIGUAS LEYENDAS DE AÑO NUEVO EN TODO EL MUNDO


La llegada del Año Nuevo es la época de las felicitaciones y de los regalos, de las tarjetas y de las visitas, de las fiestas de familia y de los grandes festines, de los grandes arrepentimientos y de los propósitos de enmienda más grandes aún.

La alegría y el placer vierten por todas partes su dorada copa, y por todas partes encontramos algún ser que nos felicita y nos desea felicidad para el año que llega, lleno de esperanzas e ilusiones.



Los buzones del correo, arrojan incesantemente sobre nosotros, en forma de millones de tarjetas, la irresistible lava de las ardientes simpatías que hemos ido haciendo brotar durante doce meses por los cuatro puntos cardinales.

En efecto: la fiesta del Año nuevo, con los propios caracteres que hoy reviste, es la fiesta de todos los siglos y de todos los pueblos.

Su origen parece viene de Indostán, según todas las probabilidades, como otras muchas fiestas, ceremonias, solemnidades, supersticiones y costumbres que se han infiltrado en las costumbres y las religiones de los pueblos europeos.

En la India, efectivamente, se celebraba, desde un tiempo que se pierde en las sombras de los siglos, la fiesta del varutchi-parapu, o sea la fiesta de la entrada del año nuevo, que tenía lugar con grandes regocijos el día primero de cada uno, o sea el primer día del mes de Vaisakha. En él, y en medio de las ceremonias religiosas, se perdonaban mutuamente las ofensas, se reanudaban las amistades, se visitaban, se obsequiaban unos a otros con regalos y se dirigían votos recíprocos de felicidad y bienandanza.

Delante de la mansión o palacio del Soberano o del Jefe de la tribu se levantaba una gran plataforma cubierta de ricos tapices, donde se colocaban el Príncipe y sus Ministros, y a un lado, en otra especie de tribuna lujosamente adornada, los jefes o radjhas de más importancia. Cuando se daba la señal para empezar la ceremonia, los cortesanos y el pueblo se aproximaban con el más profundo respeto y ofrecían a los pies del Soberano sus presentes, haciendo votos por su felicidad.

El Monarca a su vez distribuía entre sus súbditos cargos, honores, empleos, vestidos y preseas, continuando iguales ceremonias y obsequios durante diez y ocho días.

Todavía se conservan restos de estas solemnidades entre los indígenas de algunas comarcas de la India que profesan la religión de Brahma.

Entre los pueblos europeos de que tenemos noticia celebrasen la fiesta del Año nuevo, los más antiguos son los Romanos y los Galos.

Probablemente los primeros tomaron esa costumbre de los segundos, a juzgar por algunos detalles, como después veremos.

Desde luego a ambos se debe la introducción de esta costumbre europea, hoy general, y de dos frases por ellos respectivamente usadas para designar los regalos o presentes de entrada de año proceden los nombres de estrenas y aguinaldos con que nosotros los conocemos.



Por lo que se refiere a los Romanos, la fiesta del Año nuevo recorrió las mismas etapas que aquel pueblo de guerreros y legisladores, tan grande, tan severo y tan sencillo en sus orígenes, tan fastuoso, tan envilecido y tan decadente en sus últimos tiempos.

El primer día del año, que para ellos era entonces el de las Kalendas de Marzo, los romanos se enviaban regalos mutuos, que apellidaban estrenas, strenna. Según la opinión más fundada, esta costumbre comenzó en tiempo de Tácio, Rey de los Sabinos, con el que compartió su trono Rómulo cuando se unieron los dos pueblos.

Había cerca de Roma un bosque consagrado a la diosa Strenna, divinidad de la fuerza, y allí iban los habitantes de la ciudad de las siete colinas a coger el primer día del año las ramas verdes o nuevas y las ofrecían a Tácio en homenaje de respeto y como augurio feliz de un buen año, pues la conservación de aquellas ramas o su prematuro brote debían ser indicio seguro para ellos de fecundidad en la tierra y de tiempo bonancible: aquel sencillo y humilde presente era las primicias arrancadas a la naturaleza por la mano del hombre.

Después el presente de las ramas verdes se amplió a los deudos y a los amigos y quedó consagrada la costumbre como un deber religioso y fraternal, dándose a los presentes ofrecidos el nombre de estrenas, tomado del de la diosa tutelar del bosque de donde procedían.

Durante algún tiempo esa costumbre conservó toda su primitiva y elocuente sencillez: los sacrificios ofrecidos a Strenna en su mismo bosque y la distribución de las ramas verdes de que volvían provistos los que habían asistido a la ceremonia religiosa, constituían la característica fiesta del Año nuevo.

Acaso de esta antigua y emblemática solemnidad pagana trae su origen cierta piadosa tradicional práctica que aún hoy existe en algunas comarcas de España y que en diferentes lugares hemos tenido ocasión de presenciar, al menos los puntos de analogía que entre una y otra encontramos nos hacen creer que no es del todo aventurada nuestra opinión.

Nos referimos a la costumbre que en muchas de nuestras aldeas tienen las gentes del pueblo de acudir al templo, en ciertas fiestas de Abril o Mayo, provistos de hacecillos o grandes ramos de ramas de sauce, álamo y otros árboles y arbustos, los cuales bendice el sacerdote celebrante y con los que después se forman cruces, que se colocan en los campos, los prados, las viñas y los olivares, como signo de bendición, para proteger las cosechas y librarlas de las tormentas y los pedriscos.

En algunos pueblos esa ceremonia tiene lugar el día de San Pedro Mártir, 29 de Abril; en otros el 1° de Mayo, y en muchos el 3 del mismo, fiesta de la Santa Cruz. Sólo como de paso, hemos hecho notar la rara coincidencia que existe en el fondo de una y otra ceremonia, ambas igualmente emblemáticas, igualmente religiosas, aunque bajo diversos puntos de vista, y sobre todo igualmente sencillas y poéticas.

Volviendo a la fiesta del Año nuevo entre los Romanos diremos que, a medida que creció en opulencia y esplendor el pueblo-rey, las ofrendas antiguas de las ramas verdes se convirtieron en otros regalos de mayor importancia, consistentes en higos, dátiles, miel y otros frutos, que se enviaban al obsequiado en bandejas de plata y oro, entre las personas acomodadas, y por lo menos cubiertos con una hoja de oro cuando la fortuna del obsequiante no le permitía esplendidez mayor.

Bajo el imperio de Octavio Augusto el lujo y el refinamiento de las costumbres habían ya convertido los presentes de año nuevo en regalos de mérito artístico y de gran valor.

Por entonces se introdujo también en Roma la novedad de obsequiar con magníficas estrenas al César, como desde antiguo se hacía en la India, según ya hemos dicho; y el Senado, los caballeros romanos, y aun el pueblo mismo, al presentar al Príncipe sus respetos el día primero de año, como ahora se hace en muchas Cortes, le ofrecían también cuantiosas sumas que luego se dedicaban a levantar aras a los Dioses, o a labrar estatuas para embellecer los templos y los palacios.

Calígula convirtió esta costumbre galante y obsequiosa en obligación ineludible, en verdadero impuesto, para los ciudadanos romanos, publicando un edicto por el cual ordenó que todos concurriesen a presentar sus donativos el día primero de año en el atrio de su palacio, no desdeñándose él de recogerlos personalmente.

El Emperador Claudio renunció a este odioso impuesto; pero, no obstante, los Césares que le sucedieron continuaron percibiendo ese tributo, que llegó a rendirles sumas cuantiosísimas.

Como quiera que la ceremonia de la presentación de las estrenas iba acompañada de ciertas prácticas y solemnidades gentílicas, desde los primeros siglos del cristianismo los Papas y los Obispos, ya por natural sentimiento de aversión al paganismo, ya también por amor al pueblo, combatieron la costumbre y se opusieron al pago de ese tributo humillante, acabando por prohibir a los Emperadores romanos, ya convertidos a la religión cristiana, que lo exigiesen en lo sucesivo.

Pero el cambio de estrenas o regalos, visitas y felicitaciones, continuó entre los particulares; y así ha llegado hasta nosotros.

Ya hemos indicado que también los Galos celebraban desde muy antiguo la fiesta del Año nuevo, probablemente algunos siglos antes que los Romanos.

En efecto, para los Druidas de la antigua Armórica y la Galia, cuyo misterioso culto, sangrientas ceremonias, terribles justicias e impenetrables dogmas han dejado tras de sí tantas maravillosas leyendas y tantos asombrosos vestigios, esa fiesta era una de sus más grandes y célebres solemnidades, como lo era también para los Druidas de la Germania, de la Gran Bretaña y de la Escandinavia y para nuestros Druidas célticos o celtibéricos, cuyos cantos de guerra aún parecen resonar, en el silencio de la noche, por las cumbres de nuestras montañas.

Al llegar el Año nuevo, se preparaban grandes sacrificios y severas ceremonias, y los sacerdotes Druidas convocaban por todas partes a los fieles, que en incontable muchedumbre acudían a los lugares sagrados en que aquéllos celebraban sus asambleas, sus tribunales y sus sacrificios expiatorios, disputándose el honor de asistir a esa especie de jubileo que había de verificarse en los añosos bosques donde crecía la encina misteriosa.

La solemnidad comenzaba por una majestuosa procesión, que abría un gran coro de los legendarios bardos encargados de cantarlas proezas de los héroes y los himnos en honor de Teutates y Odín, durante los sacrificios. Iban luego los eubagos, sacrificadores y augures, a los cuales seguían inmediatamente dos toros blancos, cubiertos de guirnaldas, destinados para víctimas del holocausto. Venía después un heraldo o rey de armas, vestido de blanca túnica y alado casco, que llevaba en la mano una rama de verbena rodeada de dos serpientes y guiaba a los jóvenes novicios preparados para la iniciación en los misterios y en las inflexibles leyes sacerdotales, marchando a la cabeza de ellos los tres Druidas más ancianos, que conducían los emblemas y los objetos para el sacrificio.

Después de todos venía a pie, vestido con una amplia y ondulante túnica blanca, el pontífice-rey o Gran Druida, primer sacerdote, rey y juez supremo a un tiempo mismo, al cual daban mayor majestad todavía blanca y luenga barba y flotante cabellera; rodeándole los demás Druidas, encargados, como dice Julio César [De helio gállico), de estudiar las estrellas y seguir su movimiento, analizar la grandeza de los mundos, investigar la naturaleza de las cosas y profundizar la esencia y el poderío de los dioses inmortales, para trasmitir luego sus observaciones y sus principios a los iniciados.

Finalmente, cerraban el cortejo la nobleza, o raza de los guerreros, y el pueblo, que se apiñaba en ansiosa multitud tras esta imponente comitiva, a la que imprimirían muchas veces una grandiosidad inconcebible el silencio de la noche, el resplandor de las antorchas y el tembloroso fulgor de las estrellas.

De esta forma penetraba la procesión en el bosque y se dirigía al pie de la veneranda encina en cuyo tronco secular había el celo sacerdotal tenido la fortuna de descubrir el sagrado muérdago, presagio de ventura y bendición para el pueblo en el año entrante.

Allí el cortejo se detenía. Se adelantaba entonces el Gran Sacerdote y pronunciaba una plegaria que el pueblo escuchaba con fervor profundo; ponía sobre el fuego del ara el pan y lo rociaba con agua; subía después a la sagrada encina y con una hoz de oro cortaba el muérdago, que otros sacerdotes recibían en un paño blanco y exponían inmediatamente sobre el dolmen a la veneración de los creyentes. Los bardos entonaban sus cánticos chocaban los guerreros sus escudos y el Gran Druida descendía del árbol y hacía otra plegaria o arenga, terminando la ceremonia con el sacrificio de los dos toros, que eran ofrecidos a la divinidad sobre la piedra de los holocaustos.

Algunos Druidas de inferior categoría distribuían en tanto a los asistentes, como celeste ofrenda, fragmentos de la planta sagrada, que los fieles recibían con religioso respeto por regalo de los dioses y seguro amuleto contra los espíritus del mal y las asechanzas del hado.

El muérdago era conocido entre los Galos con el nombre de gui, y por eso cuando los Druidas convocaban al pueblo a la ceremonia descrita, su grito era «¡Gui! ¡gui!»

De ahí vino en las Gálias la frase de «á gui 1' an neuf» o «au gui de 1' an nouveau» que se convirtió, por abreviatura, con el trascurso del tiempo en una sola palabra, aguüanneu, de la que procede directa e inmediatamente, sin género alguno de duda, la voz aguinaldo con que actualmente designamos en España los regalos que se hacen por año nuevo.

¿Qué significación podía tener esta misteriosa ceremonia de los Druidas, que con tanto afán buscaban y con tanta solemnidad recogían un ramo, un retoño, una pequeña planta parásita, por decirlo así? ¿Sería el sencillo pero poético emblema de la fecundidad de la tierra y de la fuerza vital de la naturaleza como la rama verde del bosque de Strenna entre los romanos?

Mucho ha ocupado este enigma a cronistas, comentadores e historiógrafos, que han dado mil versiones diferentes respecto de él, con varia fortuna, por falta de datos y noticias concretas respecto a la verdadera significación simbólica que el misterioso muérdago pudiera tener en la religión druídica.

Los Edda, libros sagrados en que los Druidas consignaron sus dogmas, sus ritos y sus misterios, cuando por el advenimiento y propagación del cristianismo tuvieron que refugiarse y buscar su último asilo en las frías regiones de Escandinavia y demás países septentrionales; esos libros, que son como las Santas Escrituras del druidismo, dieron por fin a conocer muchos de los impenetrables secretos de aquella religión legendaria.

En el Canto XVIII del Edda se encuentra una originalísima leyenda, que narra el trágico fin de Balder, el dios de la luz del druidismo.

Esta leyenda parece revelar el enigma, cuya solución en vano se buscaría en las brillantes descripciones que de la política, leyes, costumbres, ritos, dogmas y ceremonias de los Druidas nos dejaron Estrabon, Lucano, Julio César, Suetonio, Plinio el Antiguo y otros.

Es esta:

«Una noche Balder soñó que su vida estaba en gran peligro.

Habiendo contado ese sueño a los otros dioses, convinieron éstos en conjurar todos los peligros que pudieran amenazar a Balder.

Freja, la esposa de Odín y madre de Balder, exigió entonces al fuego, al agua, al hierro y a los demás metales, a la tierra, a las piedras, a los árboles, a los animales, a las aves, a las enfermedades, a las plantas y al veneno, juramento de que no causarían daño alguno a Balder.

Hecho esto y reunidos en asamblea los dioses, se propusieron hacer una prueba, arrojándole unos piedras, otros leños, etc. y dándole otros mandobles con su espada; pero por más medios que tentaron, nunca pudieron herirle, lo cual consideraron como un gran bien para el soñador y como una garantía de que ya no tenía por qué temer.

Sin embargo, Loki, el espíritu del mal, aguijoneado por la envidia, adoptó las formas de una mujer extranjera y, así disfrazado, se presentó en el palacio de la diosa Freja.

Esta, al ver a la extranjera, le interrogó si sabía cuál era el asunto que más había ocupado en el consejo a los dioses.

La pérfida vieja le respondió que los dioses se habían ocupado de ver si causaban algún daño a Baldar, y que no lo habían podido conseguir.

—Justamente, dijo Freja: ni las armas de metal ni las de madera pueden herirle, porque yo he exigido juramento a todas las cosas de que no le ofenderían.

—¡Cómo! interrumpió la desconocida ¿todos los seres os han jurado respetar a Balder?

—Solamente a una planta, replicó la diosa, no he creído necesario exigir juramento, porque me ha parecido demasiado tierna y demasiado débil para que pueda causar daño a nadie: el muérdago.

Cuando la vieja oyó esto, calló y desapareció a poco de allí; y volviendo a tomar la forma de Loki, fuese a los bosques, arrancó la planta y con ella regresó a la asamblea de los dioses.

Allí encontróse al ciego Hoder, que estaba mano sobre mano y sin armas. Acercóse Loki a él y le preguntó por qué como los otros dioses no arrojaba a Balder algún objeto.

—Porque estoy sin armas y soy ciego, respondió Hoder.

—Imita a los demás, replicó el dios del mal: haz los honores a Balder arrojándole esta planta: ya te enseñaré dónde se cría.

Tomó entonces Hoder el muérdago y, dejando que le dirigiese la mano Loki, lo arrojó sobre Balder, a quien la planta atravesó de parte a parte, haciéndole caer sin vida.

Jamás se vio ni entre los dioses ni entre los hombres un crimen tan horroroso como aquél.»

Esta fábula dio indudablemente origen a la ceremonia druídica de buscar y segar el muérdago los sacerdotes, con el fin de arrebatar al espíritu de las tinieblas, los medios de que podía valerse para dar muerte al dios de la luz; así como la distribución de los fragmentos de la planta entre los fieles tendría acaso por objeto recordar a las almas piadosas las criminales tentaciones del dios del mal y prevenirles para resistirlas, pues el muérdago tenía para ellos virtudes mágicas sobrenaturales.

En una palabra: la ceremonia de coger el muérdago simboliza, aun bajo sus rudas y primitivas formas, la eterna lucha entre el bien y el mal, entre la luz y las tinieblas, que constituye la epopeya gigantesca de todos los siglos y de todas las religiones.

Entre los antiguos persas se celebraba también con grandes regocijos el Año nuevo; había fiestas y ceremonias, y los amigos y deudos se felicitaban y se obsequiaban con regalos, figurando entre éstos muy especialmente un presente de huevos dorados o pintados, con los cuales se conmemoraba simbólicamente la creación; pues según los dogmas de Zoroastro y del Zend-Avesta, el mundo había nacido de un huevo que rompió con sus astas el toro mitológico de Mitra, Hacedor del Universo y personificación del sol y de la luz, por lo cual los persas le llamaban «el ojo de Ormuz» de Mitra, trinidad emblemática de la religión de los Magos, porque según ellos alumbra, calienta y fecunda a la vez; de Mitra, en fin, que dirige la marcha armónica de los astros al son de su lira celeste, cada una de cuyas vibrantes cuerdas es un rayo del sol.

Desde la más remota antigüedad se conocía entre aquel pueblo, que ha hecho llegar hasta nosotros el ruido de sus conquistas, de sus victorias, de su fausto y de sus esplendores, la fiesta del Nauruz, o sea de la luz nueva, que tenía lugar al principio de cada año y duraba diez días.

La noche del quinto se introducía en el palacio del Rey un joven, que durante toda ella permanecía en la antecámara del Soberano y a la mañana se presentaba en la cámara de éste sin anunciarse ni dar aviso. Al verle el Príncipe le preguntaba quién era.

«Yo soy, respondía, Al mobarek el bendito, que vengo de parte de Ormuz y traigo el nuevo año.»

Inmediatamente penetraban también en el salón los altos dignatarios, trayendo en una copa de plata semillas o granos de diversas clases, una caña dulce y dos piezas de oro, como ofrendas a su Rey. Este tomaba un pan, comía un pedazo de él y repartía entre los presentes el resto, diciéndoles que, pues aquel día era el comienzo de un nuevo mes y de un nuevo año, todos debían renovar mutuamente los lazos y los afectos que unían los unos a los otros. Les daba después su bendición, revestido del manto real, y les despedía colmándoles de ricas dádivas.

Todavía se conserva en la Persia actual el recuerdo de esta ceremonia, solemnizándose con gran júbilo el Año nuevo y cambiándose como regalo los huevos dorados o de colores, que figuran hasta en los mismos presentes que el Shah hace a sus cortesanos y dignatarios.

También en Rusia forman parte de los regocijos de la pascua las visitas, las felicitaciones y los regalos de huevos, conservando la tradición que de los persas tomaron la tradiciones cristianas de la Edad Media y que aún en algunas partes subsiste, si bien celebrándose en otra época.

Los israelitas antiguos tenían igualmente su fiesta del año nuevo, en conmemoración de la creación y para implorar las bendiciones de Jehová y el perdón de sus pecados.

Durante el mes de Elul, que era el último en el año hebreo, se entregaban a actos de penitencia y de devoción para expiar las culpas en todo el año cometidas.

El primer día del nuevo año se anunciaba públicamente al son de las trompas, por lo cual se conocía esta solemnidad con el nombre de fiesta de las trompetas: se suspendía todo trabajo y se ofrecía a Sabaoth en holocausto un buey, dos carneros y siete corderos además del pan ázimo y del vino. Diez días duraban las fiestas, que concluían con la del perdón.

En nuestro tiempo este pueblo  celebra todavía con igual fe esa ceremonia tradicional, pero retirado en el fondo de sus sinagogas. Rosch-Hatchana denominan a esta gran solemnidad, que se celebra el día de la neomenia del mes de Tisri, esto es, en las inmediaciones del equinoccio de otoño, y cae siempre dentro del mes de Septiembre, aunque no en una fecha fija, pues los años de los judíos no son todos de igual duración.

Las ceremonias empiezan el día antes por la tarde con la lectura de la ley y entonando los rabinos cánticos severos que repiten los asistentes. Al siguiente día por la mañana se renuevan las ceremonias y, cuando éstas concluyen, los fieles se saludan unos a otros diciéndose: «¡Que seas inscrito para buen año!» Esta salutación se funda en la creencia que profesan los israelitas de que el primer día del año el Altísimo juzga a los hombres y, conforme a sus obras buenas o malas, les señala sus destinos en el gran libro que está abierto junto a su trono.

Además se obsequian mutuamente con oraciones que recitan en alta voz mediante un precio, que se estipula entre obsequiante y obsequiado, destinándose para limosnas a los pobres las cantidades que por tan extraño modo se reúnen.

Las tarjetas de felicitación, las visitas y las fiestas íntimas de familia son el complemento de la ceremonia religiosa.

Durante los diez días siguientes al primero del año hacen penitencia y oración, confesando al Señor cada uno sus pecados y repartiendo abundantes limosnas a los pobres, a los enfermos y a los desvalidos. Esta penitencia termina con la ceremonia del perdón, Yom kippur, al final de la que el Gran Rabino de la sinagoga da la bendición de Moisés al pueblo semita. A pesar del trascurso de los siglos y de su disgregación entre otros pueblos y otras razas enemigas de la suya, el pueblo hebreo ha conservado esta tradición y esta fiesta de sus antepasados como un recuerdo de su perdida grandeza y un lazo de unión entre todos los descendientes de Judá.

Los antiguos Mexicanos terminaban su año con cinco días complementarios o adicionales a los dieciocho meses de veinte días en que dividían el año solar. Estos días se consagraban exclusivamente a regocijos públicos y privados: durante ellos cesaban los trabajos; se cerraban las tiendas; cerraban los tribunales y consejos, y hasta los sacerdotes dejaban sus templos y lugares sagrados para mezclarse entre el pueblo y tomar parte en sus expansiones y en su descanso. El día primero del nuevo año se dedicaba a visitas, regalos, cumplimientos y felicitaciones, entregándose todos a la alegría, las danzas, músicas y diversiones para desquitarse por anticipado de las desgracias, dolores y amarguras que durante el curso del año entrante pudieran enviarles los malos espíritus.

Para las naciones asiáticas que profesan el culto de Buddha y las máximas de Koung-fu-tsee ha sido una solemnidad principalísima, desde muy antiguo, la celebración de la fiesta del Año nuevo.

Los chinos la designan con el título de fiesta de la clausura de los sellos, porque el día primero del año en todos los Tribunales se cierran con especial aparato las cajas que contienen los sellos imperiales.

Desde el momento en que esa ceremonia se ha verificado cesan todos los negocios y los mandarines y todos los dignatarios y funcionarios del Estado dejaban de funcionar.

La fiesta empezaba la tarde anterior, o sea el último día del año que finaliza, al salir la luna, y se anunciaba por toques de trompetas que los sacerdotes hacían desde sus torres y sus pagodas, redobles de grandes tambores, destinados exclusivamente para esta ocasión, y descargas de artillería, que el pueblo acompañaba con disparos de fuegos artificiales, gritos de alegría y otras muestras de júbilo.

Al otro día nadie sale de su casa; pero en el siguiente hay gran recepción en la corte del Emperador; toda la gente se lanza a la calle y por todas partes cruzan numerosas y aparatosas procesiones, que conducen en andas las estatuas o efigies de los dioses con gran acompañamiento de lamas y sacerdotes de todos los órdenes, que entonan cánticos y van incensando a los ídolos: estas procesiones duran tres días.

Al propio tiempo los habitantes del Celeste Imperio se visitan, se felicitan y obsequian a sus superiores, parientes, deudos y amigos, entre los que se cruzan presentes y regalos de todo género, reinando la alegría y el placer en las casas, en las calles y en todos los sitios públicos.

Pocos días después, el decimoquinto de la primera luna del año, tiene lugar la fiesta de las linternas, o de las iluminaciones, así llamada por el infinito número de luces y faroles con que se alumbran las casas, calles, plazas, palacios y paseos, fiesta que se celebra igualmente con gran pompa y ceremonia y que sirve como de complemento a los regocijos de la entrada de año.

En Tong-King empiezan las solemnidades el último día del año. En este día procuran todos reconciliarse con sus enemigos y perdonan las injurias y los males que les hubieren hecho. A la vez todo habitante coloca delante de la puerta de su casa una especie de percha o parapeto, que en su extremidad va adornado con muchos papeles de colores y oropeles, pues creen que así ahuyentan los malos espíritus y que de esa manera se librarán de desgracias en el año que va a empezar.

El mismo día tiene lugar la conmemoración de los muertos que en vida se ilustraron por grandes o gloriosos hechos; a cuyo efecto se levantan en medio del campo trofeos donde se inscriben sus nombres y altares para hacer sacrificios a su memoria. A esta solemnidad asisten los mandatarios de la comarca con sus dignatarios y acompañados por las tropas se consuman sacrificios expiatorios, se queman incienso y perfumes en honor de los muertos y se elevan plegarias a su memoria. Concluido este ceremonial, rinden un profundo acatamiento a los trofeos y disparan al aire cinco flechas contra los que en vida produjeron turbulencias en el Estado; se hace una descarga de artillería para despedir a los muertos por quienes se han verificado las honras; se prende fuego a los altares, trofeos, monumentos y adornos y la concurrencia se retira lanzando penetrantes gritos.

Al día siguiente, primero del año, cada uno permanece retirado en su casa, guardando el mayor silencio y se evita cuidadosamente toda palabra, acto ú objeto que pueda considerarse de mal agüero.

Pero en cambio los días sucesivos se consagran a visitas, felicitaciones y presentes.

En Japón se celebra igualmente la entrada de año con gran solemnidad, dedicándose el primer día a visitas y felicitaciones. Los regalos con que se obsequian unos a otros suelen ser siempre simbólicos y entre las gentes de posición de cierta riqueza. El resto del primer mes se pasa en diversiones, banquetes y placeres.

En algunas tribus semisalvajes de Siberia se celebra la fiesta del año nuevo con ciertas ceremonias para obtener de los dioses un Año de prosperidad y abundancia.

La solemnidad empieza al salir el sol: un sacerdote se arrodilla en tierra frente al sol y en alta voz llama a los dioses; otros dos avanzan hacia el astro del día, llevando una taza de madera con leche el uno y otra de aguardiente el segundo, y lanzan al aire las tazas y su contenido mientras que el que está arrodillado recita una plegaria.

La ceremonia concluye con el sacrificio de un carnero, cuyos despojos se distribuyen luego entre el sacerdote y los asistentes, empleándose el resto del día en cánticos, danzas y votos de felicidad para el año que comienza.

Las fiestas del pequeño Bairam de los musulmanes pueden considerarse como las que los pueblos de otras religiones celebran por año nuevo. La mencionada fiesta dura tres días, durante los que se visitan mutuamente, se felicitan y se regalan, concluyendo las fiestas el último día, después de los cultos verificados en las mezquitas, con la ceremonia de perdonarse unos a otros las injurias y abrazarse con efusión.

Los mahometanos de la isla de Java solemnizan la renovación del año con una fiesta especial que llaman patti; cánticos, iluminaciones, música y lectura de algunos versículos del Corán forman la ceremonia religiosa, después de la cual cada creyente va a visitar sus amigos para felicitarles y ofrecerles modestos presentes como recuerdo de su estimación y mensaje de buenas nuevas.

En los primeros siglos de nuestra Era celebraban los Francos la fiesta del Año nuevo de un modo bastante extraño, disfrazándose con pieles de vacas, ciervos y otros animales y absteniéndose de dar ni aun fuego o agua a vecinos, amigos o deudos. En cambio cada uno colocaba a la puerta de su casa una abundante mesa servida de apetitosas viandas para regalo de los transeúntes; pero con la rara circunstancia de que antes se habían hecho sobre ellas toda clase de abominables conjuros para trasmitir a los que de ellas comieren todos los males que pudiesen amenazar durante el año al anfitrión y su casa.

La Iglesia católica tuvo que intervenir directamente en el asunto, y sólo en fuerza de repetidas y severísimas censuras a los culpables pudo acabar con estos aguinaldos diabólicos y desterrar para siempre tan insensatas y oprobiosas costumbres.

No dejan de tener relación bastante directa con las solemnidades del Año nuevo las fiestas de los locos, de Noel y otras parecidas, que durante la Edad Media estuvieron en gran boga, con mengua de la civilización cristiana y de la moral pública, y que se celebraban generalmente por Nochebuena, la Pascua, los últimos días de Diciembre y los primeros de Enero.

Aunque abolidas esas fiestas desde el Renacimiento puede decirse, por los esfuerzos de la Iglesia, los adelantos de la civilización y el rigor de los ordenamientos comunales en Inglaterra, Francia, Alemania, etc., todavía quedan vestigios en algunas comarcas de la Suiza, por ejemplo, donde se celebra la víspera del Año nuevo con máscaras y disfraces, dando gritos por las calles y entregándose a los excesos de la gula.

En los tres últimos siglos las fiestas del Año nuevo han revestido en las principales naciones europeas un carácter de esplendidez que acaso haya excedido al que tenían en los últimos tiempos de la Roma de los Césares, como dejamos expuesto, cruzándose regalos de fabuloso valor entre los magnates y generalizándose entre todas las clases de la sociedad hasta un grado no fácil de describir.

Así se cuenta, entre otros muchos casos que pudiéramos citar, el del Marqués de Choiseul, que para agradar a su esposa, que se estaba muriendo en París de un terrile ataque de misantropía, la regaló cierto día de Año nuevo un aderezo de diamantes que le había costado 40.000 francos; y el de la Maríscala de Luxemburgo, que obsequió otro año a la Duquesa de Lauzum, su nieta, un collar valorado en 50.000.

A tal extremo había llegado la prodigalidad que hubo personajes en el continente europeo para quienes la costumbre de dar aguinaldos fue el origen de desventuras realmente novelescas o de la ruina de sus fortunas.

Otro de los potentados de cuya magnificencia en este Punto ha llegado el recuerdo hasta nosotros es el celebre Cardenal Dubois, de quien refieren las crónicas que día primero de cada año llamaba á su mayordomo y "Amigo mío, -le decía con irónica sonrisa- os regalo como aguinaldo todo lo que me habéis robado durante el año interior.»

Para terminar diremos que en siglos pasados de tal manera se habían infiltrado en la sociedad, elevándose a la categoría de ineludible deber, la costumbre de dar aguinaldos y el derecho de pedirlos, que el que no los daba era tenido por un tacaño insociable, cuyas puertas y ventanas saludaban a pedradas los chicuelos en nuestra España, mientras que en Francia se hacían populares, y corrían de boca en boca, epigramas tan sangrientos y mortificantes como el que encierra el siguiente humorístico epitafio, dedicado a un cierto sujeto de Rennes, muy avaro, que se suponía murió el último día del año, de miedo de tener que dar aguinaldos al otro día:
Bajo esta lápida de mármol blanco
yace el hombre más avaro de Rennes,
que murió el último día del año
por miedo a tener que dar aguinaldos.


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