EL MILAGRO DE LA PARALÍTICA



En un pueblecillo de los de la cordillera que se extiende al Noreste de Francia y al Sureste de Bélgica y Alemania, llamado Mirecourt, vivía una pobre viuda paralizada hacía diez años a consecuencia de un violento ataque de apoplejía.

En vano sus tres hijos, Luis, Jorge y Paulina hacían cuanto podían por remediarla. A pesar de los mas asiduos cuidados, la posición de la viuda era siempre la misma. Así pues toda esperanza de curación se había perdido.


La caridad pública se había encargado de mantener a esta pobre familia, y el querido cura de la parroquia tomaba una gran parte en la realización de esta buena obra, porque sabía muy bien que la pobre enferma lo merecía, tanto por sus virtudes como por sus infortunios.

Cierto día en que la paralítica se sentía mas desanimada que nunca, el buen cura se presentó a verla, y después de haber oído con paciencia sus quejas, le dijo con ese acento que lleva la fe unida a la mas profunda piedad:

-Escuche, pobre Margarita, a usted no le queda otra esperanza que la protección del cielo puesto que la ciencia médica se confiesa incapaz de conseguir la menor cosa y nada hace ya por usted. Hágase conducir por sus hijos, que son ya bastante fuertes para arrastrar su carretón, a ver al bienhadado padre Fourier, cuya poderosa intercesión para con Dios obra tantas y tan milagrosas curaciones.

Allí comulgará usted, lo mismo que los niños en la misa que todos los días celebra para los peregrinos, y tengo entera confianza en que esta peregrinación le será sumamente provechosa.

-Entonces voy a rogar a la divina Providencia me inspire la mas viva fe para que me ayude a cumplir con buen éxito la santa misión que me aconseja, señor cura, respondió la enferma. Se lo diré a mis hijos cuando vuelvan del campo a donde han ido a espigar, y confío que se prestarán contentos a conducirme en seguida a Mattaincourt, como me aconseja hacerlo.

En este momento se oyeron voces fuera de la casa y el venerable sacerdote salió a la ventana. Eran Luis, Jorge y Paulina que venían con pequeños fajos de trigo y aire satisfecho. Creo que hacen por nosotros como hacían por Ruth y Noemi en los campos de Booz, decía Paulina.

-Lo cierto es, respondió Luis, que jamás hemos tenido tan abundantes cosechas como este año. Nuestros vecinos son todos tan buenos que pueden muy bien haber dejado estas espigas a propósito para que nosotros las recogiésemos.

-Me parece que tenéis razón, mis queridos niños, les dijo el cura sonriéndose, pero daos prisa a dejar vuestras espigas en la granja, y venid a verme en seguida por que tengo que deciros algo, es cosa seria.

Atónitos desde luego por la repentina aparición del buen cura, en el momento en que suponían que nadie podía oírles, los espigadores bajaron su cabeza en silencio; pero no tardaron sin embargo en responder al llamamiento que se les había dirigido.

-Vamos, hijos míos, venid a sentaros junto a mi, les dijo el cura al verlos entrar en el cuarto. ¿No os he enseñado en el catecismo que mediante la intercesión de los santos, podemos alcanzar de la divina misericordia las gracias mas preciosas y admirables?

-Muchas veces nos lo ha repetido, señor cura, respondió Luis; pero añadiendo además qué, para merecer la poderosa intercesión de los santos, preciso es les roguemos con viva fe y entera confianza.

-¿Tendréis vosotros esa viva fe, esa entera confianza, para implorar al bienhadado padre Fourier en favor de vuestra pobre madre, mis queridos discípulos? repuso el buen cura con acento conmovedor.

-¡Ah! señor cura, si supiésemos que el bienhadado padre Fourier podía alcanzar la curación de nuestra querida madre, le rogaríamos día y noche durante diez años, respondió la inocente Paulina, con los ojos llenos de lágrimas.

-Y nosotros, añadió Luis con un acento que mostraba el ánimo mas decidido, nosotros, señor cura, nos encargaríamos de conducir a nuestra madre hasta Mattaincourt, si usted nos diese la menor esperanza.

-Eso es precisamente lo que yo iba a proponeros, amiguitos míos, replicó el sacerdote. En cuanto a la confianza que puedo tener en la poderosa intercesión del bienhadado padre Fourier, quisiera poder inspirárosla tan viva como la mía, porque así iríais con la firme convicción de que vuestra piadosa peregrinación tendría por recompensa la vuelta completa a la salud de vuestra pobre madre.


-Fíjenos el día, señor cura, dijo Jorge inclinándose hacia la enferma para imprimir en su mano un tierno beso, y estaremos prontos a obedeceros.

-Entonces preparaos a partir mañana antes de la salida del sol hijos míos, respondió el cura. Tenéis que andar tres leguas para poder asistir a la misa que se celebra a las diez de la mañana. Venid pues a confesaros después de medio día, y esta tarde volveré aquí para la confesión de la enferma. Creedme que de todo corazón me uno a vuestro santo objetivo, y que rogaré a Dios para que alcancéis la gracia que vais a pedirle.

Los niños prometieron cumplir fielmente cuanto les había ordenado el cura y este se ausentó dejando a la pobre familia, en libertad de ocuparse de la santa esperanza que había logrado derramar en su seno.

A los primeros albores de la aurora, en el camino de Mattaincourt, rodaba a la mañana siguiente un carretón de ruedas bajas, empujado por dos jóvenes de trece a quince años.

En el carretón yacía medio acostada una pobre enferma.

Seguía al lado una niña como de doce años, ocupada en cuidar a la enferma, y ayudar empujando al  carro  que llevaban sus hermanos.

A cada kilómetro se detenían un momento a descansar bajo los árboles de la orilla del camino y la pobre enferma pronunciaba una fervorosa plegaría a la cual respondían en coro los tres niños con voz conmovida.

El alma piadosa de los peregrinos, se abría confiada a la risueña esperanza que guiaba sus pasos. La fatiga del viaje no los desalentaba.

-Todo es posible, decía la enferma, para aquel cuyo poder y bondad infinita creó para nosotros tantas maravillas. Y sus ojos se dirigían al cielo con la mas viva fe, y su voz repetía mil actos de esperanza y adoración.

Por fin el campanario de Mattaincourt se presentó a lo lejos bañado por los brillantes rayos del sol.

-Animo, hijos míos, confianza en Dios! exclamó entonces la afligida madre. Dirijamos nuestras miradas a ese faro de salvación y caminemos hacía él esperando con entera confianza en la divina misericordia.

Jorge y Luis aceleraron el paso, y la cariñosa Paulina les ayudó con todas sus fuerzas, así es que en poco tiempo llegaron a Mattaincourt.


¡Mattaincourt! lugar mil veces bendito en donde tantos inválidos, tantos enfermos desahuciados por la ciencia de los hombres van a buscar el remedio de sus males y dejar las muletas que les sirven de apoyo para andar, como muebles inútiles ya.

La dueña de una humilde fonda situada a la entrada, al ver llegar a los pobres peregrinos, tocada en el alma por una tierna compasión, corrió a ofrecerles un asilo.

Llevaron a la paralitica a una sala del piso bajo y la desgraciada familia se puso a orar continuamente para prepararse bien a asistir al santo sacrificio de la misa.

Luego que la campana anunció que el ministro del altísimo iba a poner su pie en las gradas del altar, los niños tomaron de nuevo el carretón y llenos de una santa unción lo condujeron al recinto en que su alma debía implorar un milagro del cielo, casi tan grande como el de la resurrección de Lázaro.

-¡Señor, tened compasión de nosotros! repitió tres veces la paralitica, cuando el sacerdote, dándose golpes de pecho, pronunció el Kyrie y los niños siguieron el ruego de su madre, diciendo fervorosamente: ¡Señor, tened compasión de nosotros!

El Gloria in excelsis vino en seguida a vibrar en su alma como un eco del cielo que les traía la esperanza y la vida.

- Te alabamos, Señor, dijeron todos con la mas profunda alegría. Nosotros te glorificamos soberano Señor de las alturas, único y verdadero Dios, padre Todopoderoso, justo repartidor del bien a los que con fe te adoran y veneran.

Pero sobre todo cuando el sacerdote pronunció las palabras de la Consagración, los pobres peregrinos se sintieron exaltados por la mas santa piedad.

¿No iban pronto a recibir en sus corazones al Dios misericordioso que, después de haberse ofrecido por nosotros en la cruz, todos los días renueva el adorable misterio de nuestra redención, inmolándose en el altar, a fin de hacernos merecedores de la vida eterna?

Sus frentes permanecieron largo tiempo inclinadas con la mayor humildad , y abundantes lágrimas se escaparon de sus párpados.

Al fin fueron a arrodillarse a la santa mesa, y cuando el ministro de Dios acabó de comulgar a cuantas personas se habían acercado al altar, bajó hasta el sitio en que la paralitica se encontraba, y le ofreció la divina hostia; pero apenas bajó al pie del altar, el semblante de la pobre viuda se iluminó de una alegría infinita, como si de repente hubiera sentido la vida circular a torrentes por sus miembros inertes e inmóviles tanto tiempo hacia.

Sus hijos acababan de arrodillarse junto a ella... ¡Oh dicha! sus brazos se alzan para bendecir los enseguida se asienta sin hacer el menor esfuerzo, y baja del carro para postrarse en las gradas del templo entre su familia que la contempla gozosa.

Allí permanecieron orando largo tiempo después de terminada la misa.

Se hubiera dicho que su alma entera se exhalaba en acciones de gracias y reconocimiento hacia el bienhadado cuya intervención, tan poderosa se había mostrado con aquellos desvalidos, que llenos de verdadera fe se habían puesto bajo su santo amparo.

Por fin la madre se levantó y sus hijos siguieron su ejemplo.

Iban los cuatro a salir de la iglesia, cuando dos señoras vinieron a ofrecerles el agua bendita, significándoles que las siguiesen.

-Acaba usted señora, le dijo la mas anciana, de merecer del cielo una prueba tan grande que, sin conocerla la estimo en el alma; y le ofreció su brazo para que se apoyara, así que estuvieron en el atrio. Venga a descansar en mi casa con esos pobres niños. Mi hija y yo nos contaremos como dichosas de partir nuestro pan con ustedes y si necesita algún dinero para volver a su pueblo, tendremos mucho gusto en ponerlo a su disposición.

-Tanta bondad me confunde, mi buena señora, respondió la viuda con acento conmovido, y lleno de ternura.

-¿Es decir, que acepta mi oferta, no es verdad? replicó en seguida la señora.

Mire, mi querida Lucía ha tomado ya de la mano a la niña y no la soltará fácilmente.

Vamos, pronto llegaremos a mi puerta, pasaremos en mi casa algunas horas agradables, y se encontrará mas fuerte, mas animosa para emprender el camino.

-¡Oh! qué bueno es encontrarse con almas caritativas cuando, como yo, se han experimentado tan largas y tan dolorosas pruebas. No podría, señora, negaros el placer de recibirme en su casa.

Un instante después, la pobre viuda y, sus hijos, se sentaban a una mesa bien servida y colocada improvisadamente bajo un hermoso dosel de flores, a fin de que los peregrinos pudieran mejor reponerse de su fatiga, bajo la influencia de la frescura y del aire puro de aquel hechicero albergue.


Imposible seria encontrar mas fina atención, mayor complacencia, que la desplegada por la encantadora Lucía al servir a sus huéspedes; se comprendía que su prudente madre, la había acostumbrado desde la niñez, a tener consideración por la desgracia y tratar a los pobres como hermanos a quien debemos amar y socorrer, cuando la providencia los coloca en muestro camino.

Después de tres horas de la mas afable intimidad con la señora y la cariñosa Lucia, los peregrinos pensaron en volver a su hogar.

-No es posible que ustedes vuelvan de ese modo a pie, les dijo la señora. Después ofreciendo a la viuda cinco monedas de veinte francos, añadió: tome usted querida amiga, esta pobre expresión de mi afecto por usted y esos angelitos, y piense en nosotras, si alguna vez vuelve a Mattaincourt; siempre la puerta de mi casa estará abierta para usted y su honrada familia.

La pobre viuda, trató al principio de rehusar aquella generosidad, pero la señora insistió de tal modo para que la pobre madre aceptara su oferta, que tuvo que ceder a sus afectuosas amonestaciones.

Serian las cuatro de la tarde, cuando los peregrinos tomaron el camino de su casa. Hubieran podido volver en la diligencia sacrificando una pequeña parte del dinero que le había dado la señora, pero la pobre viuda se hubiera creído indigna de la gracia que el cielo acababa de dispensarle, si no volvía a pie de su dichosa peregrinación.

-Emplearemos el dinero que debiéramos gastar en el coche, destinándolo a alguna buena obra, dijo a sus niños la viuda, y así estaremos seguros de no contrariar la voluntad del cielo.

La buena madre marchaba pues con valentía entre sus hijos, que a veces lloraban de alegría, al verla caminar con seguro paso y tan ágil, como si nunca hubiera estado paralitica.

Habían ya andado la mitad del camino, cuando distinguieron sobre la orilla derecha, un desventurado anciano tendido sobre un montón de piedras.

Movidos de compasión, se llegaron a él y le preguntaron si estaba enfermo.

-Veo que tenéis buen corazón respondió el infeliz, pero eso no basta para remediarme, pues mi mayor mal es la miseria y ustedes no me parecen mas afortunados que yo.

-A pesar de nuestra pobreza, respondió la viuda, tal vez nos sea posible socorrer vuestra necesidad, pobre anciano ¿A dónde se dirige usted?

- Voy a Nancy a ver a mí hijo que está gravemente enfermo en el hospital, respondió el interpelado; pero veo que tendré que abandonar mi idea, estando, como estoy agobiado por la pena, acosado por el hambre y medio muerto de cansancio. No, no puedo dar un paso mas.

-¿Y cuanto necesitaría para pagar un asiento en la diligencia hasta Nancy? le preguntó la compasiva viuda.

-Eso cuesta una cantidad que ni yo ni usted poseemos probablemente, mi buena amiga, dijo amargamente el anciano. Los asientos mas ínfimos cuestan hoy doce francos, lo cual haría veinticuatro de ida y vuelta.

-He aquí cuarenta, respondió la viuda dándole dos monedas de oro. Trate de llegar a la próxima hostería del camino, a fin de rehacer las fuerzas un poco y esperar allí el paso de la diligencia.

-Dudo, señora, si debo aceptar tan generoso ofrecimiento, objetó el anciano con aire inquieto. Me parece usted una mujer honrada; pero semejante generosidad, me hace temer respecto a la procedencia del dinero.

-Lo debo a la caridad, buen anciano, contestó la viuda, y en nombre de la caridad se lo ofrezco a usted. Si quiere solventar la den da que contrae, trate de encontrar una ocasión como la que yo encuentro de socorrer a quien lo necesite.

- Dudo, respondió el viejo tranquilizado en sus temores, que exista otro mas necesitado que yo, pero ¿quién sabe? puede llegar la ocasión, y le prometo, alma bienhechora, emplearlo según lo desea, en un verdadero acto de caridad.

El primer cuidado de los peregrinos su llegada al pueblo, fue el de visitar al cura. El buen sacerdote estaba en aquel momento meditando acerca de los pasajes del evangelio, cuando su ama con aire misterioso le dijo, que alguien deseaba hablarle.

-Hágale entrar, respondió el venerable sacerdote y en seguida vinieron a echarse a sus pies, la pobre viuda y sus tres hijos, exclamando:

-¡Bendito sea, salvador de los desgraciados, consolador de los afligidos!

-Que Dios os conserve a todos dignos de la gracia que hoy les ha concedido a usted y a sus hijos, respondió el cura tendiendo sus paternales manos sobre sus inclinadas cabezas, para bendecirlos; después se arrodilló en medio de sus protegidos, y dio gracias al cielo por haber escuchado sus suplicas. Y lo hizo con acento lleno de la mas santa devoción.

-Sentaos junto a mi, mis queridos amigos, les dijo así que hubo terminado. Tenia fe en que esta cura se realizaría; sin embargo, a vista de tan milagrosa manifestación de parte del Dios de bondad infinita, mi alma se ha consternado , y mis ojos se han llenado de lágrimas; así pues, necesito hablar con ustedes tranquila y detenidamente. Deme noticia exacta de su peregrinación, y después cenaremos juntos. De sobremesa nos ocuparemos de lo que concierne al porvenir de estos niños, de modo que el bien presente les haga  olvidar las pasadas amarguras.

La viuda satisfizo el deseo del venerable sacerdote, refiriéndole las consoladoras emociones que había sentido mientras sus animosos hijos la llevaban por medio de aquellas hermosas campiñas bañadas por el fresco rocío de la aurora.

Le refirió de la manera que había sido recibida a su llegada a Mattaincourt, le pintó su encanto y el de sus hijos después de haber comulgado, de como sus miembros habían sido sacudidos para volverlos a la vida. Después contó enternecida la recepción de la señora y de su encantadora niña. Por último, le refirió el uso que babia hecho del dinero que le habían dado, proporcionando a un pobre anciano los medios de ir a abrazar a su hijo moribundo en el hospital de Nancy.

La peregrinación que acaban ustedes de hacer, dijo el cura,  ha sido altamente favorecida por el cielo, por haberla emprendido bajo los mas santos auspicios de la fe pura y de la verdadera confianza en el cielo. Si, mi estimada Margarita, la narración que acaba de hacerme es una prueba de ello y la felicito a usted y a sus buenos hijos por las buenas disposiciones en que ha sido emprendido el viaje  Mattaincourt.

Habiendo venido el ama a decir que la cena estaba servida, todos pasaron al comedor, y en la mesa se ocuparon de los proyectos para el porvenir, conforme lo había manifestado el venerable sacerdote.

Cinco años después, Paulina, que había recibido excelentes lecciones del cura de Mirecourt, acababa de ser nombrada institutriz del distrito, y se había establecido con su madre en una linda casa que la municipalidad había mandado construir con destino a la primera enseñanza de las niñas.

Jorge y Luis habían aprendido el oficio de constructor de carros, y llegado a ser dos hombres honrados y laboriosos. Todo el mundo los estimaba y les hacían trabajar en su estado con entera confianza; pues se sabia que sus obras eran trabajadas a conciencia.

Por último, todo anunciaba que esta excelente familia, por tanto tiempo agobiada bajo el peso de la desgracia, iba a conquistarse un porvenir pacifico y venturoso.



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