LA ENCINA DE LA VIRGEN, EMOTIVA LEYENDA PIADOSA


En uno de los valles más pintorescos de la Alpujarra, oculto casi al mundo por los elevados cerros que forman la inmensa cañada o barranco de Poqueira, existía por los años de 1486 una casa rústica, mitad castillo, mitad habitación de labradores.
 
Las continuas talas ordenadas por los Reyes Católicos para quebrantar al enemigo de la Fe, y preparar la rendición del último baluarte de la morisma, tenían en continuo sobresalto a los moradores de vega y sierra, y rara vez pasaba una semana sin que las lumbres encendidas en las atalayas árabes indicasen una correría de los jinetes castellanos.

 
Así es, que cada alquería, trocada en una pequeña fortaleza, prestaba abrigo a los campesinos musulmanes, que endurecidos por el duro trabajo de sus tareas agrícolas, y por el necesario ejercicio de las armas, los constituían en temibles contrarios y vigilantes centinelas, derrotando en más de una ocasión a los valientes soldados de Castilla, y hasta a los disciplinados guerreros de las órdenes militares.
 
Aben-Farax se llamada el dueño de aquellos garajes, y su mansión la Gasa Triste. Y no porque su posición topográfica lo fuera; antes, por el contrario, el sol de Mediodía bañaba sus contornos, y la naturaleza la rodeaba con sus mejores galas, sombreándola copudos árboles y regándola un manantial claro y abundante.
 
Aquella denominación provenía exclusivamente del señor de la casa, y a su adusto semblante y a sus cortas e imperiosas palabras debía el que sus dependientes y esclavos apellidaran el sitio con tan apenado renombre.
 
Procedente de una antigua familia de Gomeres, Aben residía en Granada en una de las mejores casas del Albaicín, áspero pero cumplido musulmán, y sumamente unido a su rey Muley-Hazen, por quien combatió en todas las revueltas y disturbios que le promoviera su hijo. Alejado de la corte, y en especial de su antiguo palacio, cuya vecindad era tan afecta a sus enemigos, Farax se retiró a sus campos, y transcurrían días enteros sin que una frase saliera de sus labios.
 
No cabía duda en que un hondo pesar corroía aquel pecho endurecido. Como buen caballero, sentía las desdichas de su patria, por la que derramó su sangre en muchos combates, no siendo su menos cruel herida la que recibió en la toma de la fortaleza de Zahara. ¿Pero sería esta sola la causa? Imposible.

Verdad es que desde aquella época su carácter había variado mucho. En vez de asistir a las zambras moriscas, y de correr cañas y sortijas, luciendo fogosos corceles y ricas preseas, Aben-Farax se encerró en su morada, y apenas se presentaba en público a no ser llamado por el Monarca. Un pesar secreto lo dominaba. Un deseo no logrado combatía aquel alma de bronce, y solo en las altas horas de la noche, cuando le parecía estar sin testigos que presenciaran su debilidad, paseando en las sombrías alamedas de su dilatado jardín, gruesas lágrimas rodaban por sus mejillas.

Un esclavo, un negro de familia abisinia, y que desde muy joven no se separaba de su señor, era el único que parecía tener el privilegio de consolarle y poderle llevar de nuevo a su aposento. Lo que motivaba la tristeza del moro, y la causa de su determinación de habitar la casa rústica y solitaria, vamos a saberlo, encaminándonos tras él, en una de estas noches de tan hondo sentimiento.

La llamada rota de Zahara fue cruel para los cristianos. El viejo Muley, rompiendo la tregua, entró por asalto la villa, y los moradores que no sucumbieron en la pelea, fueron conducidos corno manadas de ganado a la capital, causando su miserable estado y honda sensación en los granadinos.


Según la historia, en vez del júbilo de vencedores, la tristeza se apoderó de todos los ánimas, y las provisiones acumuladas para celebrar el triunfo, se distribuyeron entre aquellos infelices. Con hombres, mujeres y niños, hicieron lotes para repartir a los soldados, tocando rica una presa a Aben-Farax, que ya dijimos fue gravemente herido en la primera escaramuza.

Entre los esclavos que le correspondieron en el reparto, se hallaba una hermosa doncella hija de uno de los capitanes de la perdida fortaleza. Lucia de Faro, apenas cumplía los diez y siete años y era un dechado de virtud y belleza. Huérfana de madre, la educó una buena y anciana sirvienta, víctima de la cimitarra, por defender a su señora. Acometida la joven de un fuerte desmayo al contemplar a los sarracenos, fue llevada, en tan sensible estado hasta la capital, en el caballo de uno de los cabos de Aben-Farax, más que por lástima de su juventud, como trofeo y segura prenda para vengarse el adusto moro en la hija del cristiano que le infirió la terrible cuchillada. Y he aquí la razón de que la seductora Lucía se encuentre en la mansión del infiel, en uno de sus más ricos y perfumados aposentos.

La noche a la que nos referimos, Aben, ataviado con sus mejores galas, penetró en la estancia de la cautiva. Su rostro parecía sereno, y una timidez impropia de su condición denotaba que se habían cambiado los papeles, y que el señor era el más sumiso de los esclavos. La joven, al verle entrar, se puso de pie, pero Farax exclamo:

—Siéntate, bella nazarena; esos cumplidos que otorgas al que miras como dueño, laceran mi alma.

—Estoy en vuestro poder, señor,—contestó con altivez la castellana.

—Plegue a Allah que nunca te hubiera conocido, o que la herida que me causó el capitán, profundizara hasta quitarme la vida.

—Mi padre combatía bajo la bandera de la cruz, defendiendo la fortaleza, y si la suerte fue contraria, no es suya la culpa.

—No me quejo, Lucía; en la guerra es triste pero necesaria condición morir o matar. ¡Nunca fuera ante los muros de Zahara!

—Por mi mal lo quiso el cielo.

—Pues bien es necesario que hoy quede terminado todo.

—Lucía, yo te amo, con un fuego que inunda mi ser, que me devora y hace de mi el más desgraciado de los creyentes. Eres la única mujer ante quien he doblado la frente sumiso y loco, ciego por mi pasión, vengo a pedirte que la correspondas, que me ames, y serás la única reina del harem, la dueña absoluta del nunca enamorado musulmán.

—Os agradezco mucho, Aben-Farax, las bondades que habéis tenido con mi desgracia, pero lo que me pedís es imposible. Nos separa un abismo, y en mi alma solo puede haber para vos algunos destellos de amistad.

—¿Con que nunca corresponderás á mi afecto?

—Jamás.

La frente del moro se iba nublando por momentos, y la fiereza amortiguada se despertaba con doble brío.

—Desgraciada—añadió; ¿no sabes que estás en mi poder, y que puedo tornar por la fuera que no quieres concederme de buen grado?

—Antes morir,—replicó Lucía. —la Virgen Santa defenderá mi pureza, y si a tanto os atrevierais, un cadáver tan solo hallareis entre vuestros brazos.

—¿Tanto me odias?

—Odiaros, no. Pero nunca amaré al enemigo de mi religión y al que tiñó sus armas en la sangre de mis compatriotas.

Aben-Farax, haciendo un violento esfuerzo quiso atraer hacia sí a la joven, pero esta, rápida como el pensamiento, cogió la acerada gumía que entre el chal que le servía de faja llevaba el mahometano, e hizo ademán de clavársela. Este, ebrio de furor, exclamó:

—Maldiga Allah la hora en que te conocí, desagradecida nazarena, yo sabré vencer mi debilidad, y puesto que quieres acabar tu existencia, será, pero de modo que sirva de escarmiento a todas las esclavas castellanas. Dicho esto, se alejó con pasos precipitados, llamando con ronca voz, al negro Ah, su favorito.

Lucía cayó de rodillas, y una tierna plegaria salió de sus labios, tan pura corno el suspiro de un ángel, tan dulce como el aroma de una rosa de Alejandría.


Oscura y triste fue la noche que siguió a las escenas que acabamos de describir. Fuertes relámpagos cruzaban el espacio, y el trueno retumbaba con repetidos y pavorosos ecos en todas las vertientes de Sierra Nevada.

En medio de un cerrado bosque de encinas, límite al Norte de la hacienda de Aben-Farax, se hallaba un árbol de tan grandes dimensiones que llamaba la atención de los labriegos, a la vez que cierto temor supersticioso les acometía cuando pasaban a su alrededor. Desde la llegada del rico muslim ostentaba la encina en una de sus gruesas ramas un dogal de durísima cuerda, como emblema de su despótico poder y amenaza constante a sus siervos, al que iba a llegar la hora de que el suplicio tuviese una víctima.

Al estallido del rayo, se podía descubrir el horrible rostro del negro, que con una expresión satánica, colocaba el lazo al cuello de la infortunada Lucía, la que reclinada contra el tronco, se mostraba insensible por el desmayo que la oprimía, producido por las emociones de un terror sin limites. Cuando acababa su odiosa tarea Al agarró con ambas manos la cuerda para suspender cl cuerpo de la joven, y cometer el más terrible de los crímenes. 

—Así perezcan todos los que causan pesares a mi noble amo, dijo con una especie de furia el abisinio.

La cuerda ante tan fuerte presión levantó en alto a la bella. La violenta sacudida que experimentara la hizo volver de su letargo y solo pudo exclamar:

—Virgen Santa favorecedme.

Apenas pronunció estas palabras cuando un vivísimo relámpago y un trueno horrible llevaron el espanto a la comarca. La lluvia se desprendió en formidables cataratas, y solo la imagen del caos fueron en tan lúgubre noche aquellos valles de la Alpujarra.

Al aparecer el sol en la mañana siguiente, Aben-Farax tomó el sendero del bosque. Inquieto por la tardanza de su esclavo que no había regresado al castillo, su insomnio fue aún más cruel que de costumbre. ¡Pero qué espectáculo se presentó ante sus ojos al llegar al sitio que ocupaba la robustísima encina!

En vez del cadáver de la cristiana suspendido del lazo fatal, halló el de su fiel Al, ocupando el sitio destinado para aquella, y a quien la lividez de una muerte violenta hacia aún más espantoso. Una centella al atravesar las frondosas ramas del árbol, había formado por cima de la cabeza del negro una perfecta cruz, completamente visible, y en ningún lado ni vereda se descubría rastro de la joven.

Aben, frenético, gritando de rabia y de dolor, volvió a su morada, mientras sus servidores decían tristemente:

—Mal haya la toma de Zahara; se ha hundido el reino granadino. Ni valeroso soldado, ni tímido labriego pudo acercarse a recoger el cuerpo de Al. La imagen de la cruz allí fija los espantaba. Solo Aben-Farax, perdida enteramente la razón, pasaba algunas horas contemplando el aterrador esqueleto, y pronunciando el nombre de Lucía.

Cuando la mano del Todopoderoso libró a España de la dominación de los musulmanes por la victoriosa espada de los Reyes Católicos, los cristianos que ocuparon las tierras de Farax, tuvieron para la encina un tiernísima culto. Debajo de la cruz que al parecer dibujó el rayo, grabaron una tosca imagen de la Virgen, pues decían que nuestra amada Madre de Dios, había salvado en tan terrible noche a la joven castellana que implorara su ayuda.

A milagro, (y milagro hubo de ser), atribuían el castigo del negro y la salvación de Lucía, a quien al día siguiente encontraron en una cumbre, ya rendida de fatiga, unos exploradores fronterizos.

Desde entonces el árbol fue conocido con el nombre de Encina de la Virgen, y muchos siglos después, objeto de grande veneración. Es más, afirman gentes antiguas, que todo el que se cobijaba bajo sus ramas, preso de malos pensamientos y vengativas ideas, a los pocos minutos desaparecían estas por encanto, volviéndose tranquilos a sus moradas, libres para siempre de enemistades y odios.

La sencilla aldeana le llamaba también árbol del perdón, y hubo ocasiones en que a su sombra conducían a las familias que se encontraban en querella, las que tornaban pacíficas, por la intercesión milagrosa de la Virgen.

El tiempo, que todo lo borra, no ha dejado huella alguna del árbol milagroso; hoy el bosque es terreno de sembradío; la Casa triste, ruinas informes, y solo este sencillo relato es lo que queda de los sucesos de aquellos siglos.

 

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