LA CARIDAD DE INÉS DE SAN SEVERO, LEYENDA


A fines del último siglo, un pobre panadero se estableció, en compañía de su mujer y de su hija Inés, en una antigua torre situada al final del cementerio de san Severo.

Allí construyó un horno, contento de no tener que pagar alquileres, pues dos veces ya su humilde ajuar había sido secuestrado por los propietarios a causa de la imposibilidad del pago corriente de cada trimestre o semestre, según su contrato con ellos.


No contando con bastantes fondos para ensanchar su industria tanto como él deseaba, se reducía a hacer una cocción de pan diaria, y la joven Inés se encargaba de ir a vender los panes y los bollos a la ciudad.

Tenia apenas diez años esta bondadosa niña, y sabía muy bien dar salida a su mercancía.

Daba gusto verla entrar todas las mañanas en casa de sus parroquianos, con su sencillo vestido de indiana, su delantal blanco, y una enorme cesta de mimbres con su apetitosa mercancía, pues su padre era hábil en el oficio.

Se presentaba con tanta gracia y urbanidad a ofrecer sus panes y panecillos y era su voz tan dulce y melodiosa, que ofrecer su género y venderlo, todo era uno.

¡Y cuánto no era su contento cuando iba a entregar a su madre el dinero que la venta babia producido!

Al poco tiempo el panadero podía ya hacer dos cocciones por dia, y su animosa Inés, lejos de amedrentarse por el aumento de trabajo, se alegraba, pues se contaba como dichosa de poder contribuir al bien estar de sus amados padres.

¡Pues qué! ¿no iba así a poder satisfacer con mayor facilidad a todos cuantos solicitaban su articulo? Su clientela babia crecido de tal modo que estaba segura de la venta de las dos cocciones que su padre podía hacer.

Abastecía con preferencia las familias de los jornaleros y cuando las creía preocupadas para el pago de sus panes, se brindaba caritativamente a esperar hasta que recibieran su salario.

De este modo la amable niña se percataba poco a poco de las penas de esta clase laboriosa que por desgracia no siempre encuentra en su actividad el medio de precaverse contra la escasez y la falta de abrigo.

Sin inquietarse de algunas pérdidas que podía ocasionarle su generoso proceder, la joven panadera, jamás podía ver los pobres expuestos a la privación y al hambre sin dejarles su pan.

-Me deben otros, decía; pero yo rogaré a Dios que mejore su suerte, y el día llegará en que me paguen todo junto.

El padre de Inés trataba a veces de refrenar un tanto aquella ardiente caridad, que podría al cabo comprometer sus intereses; pero la bondadosa niña, le abrazaba entonces con tanto cariño, le pintaba tan al vivo el ahogo en que aquellas pobres gentes se encontraban, le hacía sentir la necesidad de socorrerlas, que al fin el padre no podía menos que aprobar su manera de obrar.

El cielo parecía bendecir el celo caritativo de la generosa niña; lejos de menguar, la posición del panadero de la torre cercana al cementerio, mejoró rápidamente; así es que ya no pensaba en amonestar a su querida Inés cuando esta le anunciaba alguna nueva pérdida ocasionada por su compasión para con los pobres.

-¡Vaya, Inesita!... no te inquietes por tan poca cosa; somos ya bastante fuertes para soportar eso y cargar con el pesado fardo de las miserias materiales de nuestros prójimos, le decía abrazándola con cariño; sigue pues siendo buena y caritativa con los pobres, mi querida Inés, aunque tuviéramos que sacrificar la mitad de nuestros beneficios.

Cinco años después, Inés quedó huérfana.

Aislada en la antigua torre, no pensó en otra cosa, cediendo en ella a las generosas inclinaciones de su alma; sino en emplear bien a propósito los escasos recursos que sus padres le habían dejado.

Recogió varios niños abandonados, y se encargó de dos viejos inválidos, y de gran número de enfermos, a los cuales velaba con una caridad evangélica, basta que se curasen y pudieran volver al trabajo.


La revolución francesa estalló con todos sus furores, y bajo pena de muerte quedó prohibido el dar asilo a toda persona que perteneciese a una orden religiosa. Pero Inés que no reconocía otro señor que Dios, ni otra ley que los sentimientos humanitarios de su corazón, menospreciando esta terrible amenaza, se constituyó en guardián de la mayor parte de los sacerdotes de las cercanías.

 
En el fondo de las bodegas de la torre que habitaba, había descubierto una puertecilla que conducía a unos inmensos subterráneos. Era un retiro seguro para las inocentes víctimas que ella trataba de salvar de las persecuciones de los revolucionarios; así pues, con toda solicitud se apresuró a recibirlas en su torre y con mucha prudencia velaba, a fin de que nada se descubriese.

Una noche sin embargo, se creyó perdida con todos sus protegidos.

Se oyeron pasos fuera, Inés abrió su ventana y vio con espanto cerca de la puerta de la torre varios hombres armados que hacían mil esfuerzos por abrirla.

- ¿Qué hay, ciudadanos? les preguntó, tratando de dar cierto aplomo a sus palabras.

-Venimos a visitar estas ruinas. Abrid, o sino derribaremos la puerta.

- ¡Allá voy! respondió Inés, esforzándose por mostrarse serena.

Pronto los terribles soldados de la revolución fueron conducidos por la joven, a una sala baja que servía de dormitorio a los huerfanitos que había adoptado como hijos.

-¿Supongo que no vendrán ustedes a buscar a estos inocentes? les dijo señalando las camas en que los niños dormían. ¡Que tranquilo es su sueño! añadió; ¿puede haber nada de mas inofensivo que esas lindas cabezas, sobre las cuales pesa la desgracia a su entrada en el mundo?

-Es usted una excelente y honrada criatura, respondió uno de aquellos hombres armados, con mayor ternura que la que de él pudiera esperarse; sin embargo, en cumplimiento de las órdenes que nos han sido comunicadas, vamos a visitar todos los rincones de este caritativo asilo.

Entonces Inés los condujo al piso alto y les hizo entrar en el cuarto de los enfermos.

- Aquí, les dijo, no hay mas que inválidos, ciegos y paralíticos. ¿Serán capaces de conspirar contra la república?

-De ningún modo, contestaron a un tiempo mismo dos de los inspectores, pero, siguió diciendo uno de ellos, la torre tiene aún otro piso que debemos ver.

Ese no está destinado sino a mi habitación; sin embargo, voy a enseñárselo, para que no les pueda quedar a ustedes la menor duda y para que las órdenes superiores queden cumplidas.

El cuarto de Inés era un verdadero santuario, adornado con arreglo a los piadosas sentimientos de su alma.

Una cama cubierta por un blanco pabellón, un gran Cristo de marfil en la cabecera, cuadros de la santísima virgen María, de santa Inés, san Pedro, san Vicente de Paul, San Francisco Javier, y san Juan de Dios; algunas sillas y sobre una mesa una Biblia; tal era el conjunto de aquel apacible asilo, en donde la bienhechora de los pobres de San Severo, solía retirarse a descansar un momento después de haber empleado su día en consolar a los pobres y aliviar a los enfermos.

- Nada, lo mismo que en los otros cuartos, dijeron los hombres armados, apenas entraron; verdaderamente que esta ruinosa torre, ha sido mal considerada; cuanto hemos visto, nada tiene de sospechoso.

- ¿Quieren ustedes ver el cobertizo en el cual guardo mi leña? preguntó Inés a fin de hacerles ver que nada temía.

- Es inútil, contestaron en coro los emisarios de la república. Disculpe por la molestia que le hemos causado en hora tan intempestiva; partimos altamente convencidos de que es usted una honrada ciudadana, incapaz de albergar a los enemigos de la patria.

El primer pensamiento de Inés al entrar en su cuarto, fue el de arrodillarse delante de su Cristo para dar gracias al cielo, por haberla salvado de aquel inminente peligro. Después se acostó; pero no pudo dormir en toda la noche; de tal modo la había impresionado la inspección mandada hacer en su casa por los agentes de la república.

A la mañana siguiente, cuando lo mismo que otros días llevó el desayuno a sus venerables protegidos del subterráneo, tuvo sumo cuidado en no decirles la menor cosa de lo ocurrido, temiendo que el decirlo seria llevar la inquietud al corazón de aquellos infelices, oprimido ya en extremo por la adversidad que les perseguía.

Al cabo el reinado del terror concluyó, como todo concluye en el mundo, y los afligidos sacerdotes pudieron mostrarse y volver al ejercicio de su santo ministerio.

¡Cuánta no fue la dicha de la buena Inés, al ver fuera de peligro a aquellos que había logrado salvar de los furores revolucionarios! Cuántas veces no se alegró de haber cedido a sus buenos sentimientos, en el momento en que ellos se presentaron implorando un asilo. Pues no debía sin embargo tardar en ser víctima de una gran desgracia.


Una noche en que el viento soplaba con violencia, el cobertizo pegado a la torre, se hundió con tan grande estruendo que la torre se conmovió.

Amedrentada de ello Inés, reunió en seguida sus enfermos, y huyó al campo con los que pudieron seguirla. Así que los hubo dejado defendidos bajo una roca profunda, volvió la torre para conducir a los inválidos, uno por uno y apenas depositó el último de todos en aquel refugio, cuando la torre se hundió formando un montón de escombros.

¿Qué hacer de todos aquellos desventurados, cuando ella misma no tenia donde cobijarse?

Esta es la pregunta que Inés se dirigió a sí misma derramando copiosas lágrimas, y por primera vez en su vida, sintiendo el peso del desaliento. Los huerfanitos la abrazaban y le pedían que no los abandonase; los viejos y los enfermos rogaban al cielo que no abandonase a su bienhechora... No es posible ver un espectáculo mas desgarrador que el que ofrecía aquella sombría roca bajo la cual gemían tantos desgraciados, creyendo haber perdido su última esperanza.

De repente Inés alzó su abatida frente.

-Tened confianza en Dios, mis pobres y queridos amigos, no os desconsoléis de ese modo, les dijo con tranquilizador acento; el cielo acaba de inspirarme una idea salvadora.

Todos conocéis a la anciana Catalina, a quien he tenido la fortuna de curar, después de haberla cuidado largos meses, ¿no es verdad? ¡Pues bien! acaba de heredar y posee una gran casa en donde todos podremos albergarnos.

Apenas amanezca, iré a contarle nuestra desgracia, y creo que nos dará hospitalidad, porque es buena, caritativa y agradecida. Que los que puedan andar vengan conmigo basta la primera casa, cuyos habitantes conozco; seremos bien recibidos, nos albergarán por esta noche, y enviarán sus carros para conducir a los inválidos y enfermos.

Una hora después, Inés y sus pobres protegidos, estaban reunidos todos en una gran sala bien caliente por el fuego que en ella se había encendido a fin de consolarlos.

La casa de la anciana Catalina, estaba situada en el extremo opuesto del lugar de san Severo.

La rodeaban un vergel y una huerta, cuyos rendimientos bastaban para el modesto gasto de la buena mujer, que, acostumbrada a las privaciones, se consideraba feliz en su nueva posición.

Acababa apenas de levantarse cuando corrió a ver quien llamaba a su puerta.

- ¡Ah! es el ángel de caridad, exclamó al ver a su antigua protectora.

- Si, que ahora viene a implorar la vuestra querida Catalina, respondió Inés.

- ¡A implorar mi caridad! ¿A implorarme usted, mi querida bienhechora? replicó la piadosa Catalina. ¿Qué le sucede a usted? su fisonomía siempre tan tranquila, me revela ahora la inquietud y el sufrimiento. Hable ¿qué pasa? y si yo puedo serie útil en algo, mi querida Inés, cuente usted conmigo.

Entonces la pobre Inés contó a la buena Catalina lo que ocurría, le pintó el desconsuelo de sus huérfanos y de sus enfermos, al pensar en la mala suerte que les esperaba separándose de ella forzosamente; y cuando trató de suplicar a Catalina que viniera en su ayuda, esta le interrumpió diciéndole:

- ¿Y ha podido dudar un solo instante de la dicha que tendré en cobijar en mi casa a mi ángel de salvación? Venga usted hoy mismo con todos esos desgraciados a quienes sirve de madre y de protectora. Yo no ocupo mas que un solo cuarto, y hay diez diferentes en mi casa, no tenga usted cuidado de molestarme. Antes por el contrario, será la bendición que el cielo me envía en mi vejez. Segura estoy de morir santamente, si usted puede cerrar mis ojos.

Inés se apoderó de las manos de Catalina, las apretó entre las suyas cariñosamente, bañándolas de lágrimas y exclamando: ¡Gracias en nombre del cielo, mi querida Catalina! gracias en nombre de los desgraciados, cuya medianera soy en este momento! Vuelo a anunciarles la buena nueva. Adiós.

Pronto llegaron todos a la casa, unos a pie, otros en carro o a caballo.

A partir de este día, la casa de la buena Catalina quedó transformada en un hospicio, cosa que para ella fue un verdadero consuelo, pues podía antes de morir, mostrar su reconocimiento a la que ella llamaba su ángel de caridad.

Inés pasó allí el resto de su larga y bienhechora existencia, siguiendo siempre su vocación de socorrer a los desgraciados, y velar a los enfermos.

Su muerte fue un verdadero duelo para los habitantes de San Severo. Todos, pobres y ricos, asistieron a sus funerales con el mas profundo sentimiento, y muchos años después, no pasaba un domingo sin que, hombres y mujeres, niños y ancianos se llegaran a la tumba que encerraba sus cenizas, a renovar sus oraciones, y las coronas de siemprevivas que la adornaban.
 
 
 

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