LEYENDA DEL VÍA CRUCIS DE LA JUDIA


La leyenda que vamos a referir data del siglo XV. En aquella época habitaba en las inmediaciones del castillo del Marqués de Villena (en el sitio aproximado que ahora ocupa la llamada "Calle empedrada", del bello pueblo de Iniesta), un pequeño núcleo de judíos.
 
Sabido es, que hablamos de antiguos tiempos en los que judíos y cristianos no tenían buena relación e incluso era manifiesto el odio entre ellos...
 
Había una judía llamada Raquel, joven y bonita, que aborrecía todo lo que fuera cristiano y de modo especial y muy singularmente lo que nosotros más amamos: a la Santísima Virgen.
 
Una noche, al pasar Raquel por delante de lo que entonces era la fachada principal de la actual Parroquia y ver la luz que iluminaba en una hornacina a la imagen de la Santísima Virgen, exclamó:



 -¡Miserables cristianos!
 
Y mirándola empezó a insultarla tan atrozmente, que habría espantado a cualquier cristiano que la hubiese escuchado. Mas la calle estaba solitaria. Ni un alma viviente cruzaba por allí. Era el crudo invierno y hacía mucho frío.
 

—¡Toma! —dijo empinándose cuanto pudo, lanzando un salivazo a la imagen—. Si fuera verdad lo que los cristianos creen, Señora y Reina, según ellos dicen, todo poderosa... deberías vengarte. Si te pudiera pisotear, con mucho gusto lo haría. Y siento que no puedas oírme. Porque, ¿si me oyeras? Todavía diría más cosas y peores. Mentira parece que te veneren y Adoren los idiotas cristianos... Con la cara de boba tienes, no se cómo puedes inspirar devoción.

Viendo que el salivazo corría por la cara de la imagen, riéndose diabólicamente, se alejó en dirección al barrio judío, próximo al sitio donde ocurría esta escena. Las carcajadas de Raquel resonaban de modo trágico en las solitarias calles de Iniesta.

Raquel siguió andando hacia su casa, sin encontrar a nadie en el camino. Ya próxima a llegar vio cómo un hombre caía en el suelo, con un peso de algo que no distinguió bien, sobre la espalda y junto a él una mujer que le ayudaba penosamente a ponerse en pie. Temerosa por la hora y el sitio se acercó, más que con ánimo de ayudar, por ver qué era lo que sucedía. A la tenue claridad de las estrellas vio que el hombre, todo lleno de heridas, cardenales y sangre abundante por el rostro, era la viva imagen de algunos Nazarenos o Cristos que, con la cruz a cuestas, había visto a hurtadillas algunas veces.

Miró a la mujer y entonces vio que la cara de ella era igual a la de la imagen que momentos antes acababa de insultar. Y hasta tenía en su mejilla un salivazo como el que ella le había arrojado. Asustada, por su cerebro pasó como un rayo de luz, comprendiendo la gravedad de su culpa, y aquella penosa escena era, tal vez, la contestación al reto que ella, imprudente, había lanzado a la imagen de la hornacina.

Despavorida corrió, a su domicilio, cercano al sitio de estos sucesos. Pero antes de entrar, al ir a poner el pie en el portal de la casa, vio que el Nazareno estaba caído y sangrando en la misma entrada, de tal manera que no podía entrar sin pisarlo. Su Madre, afligida, lloraba junto a él,

—Pasa —dijo el Señor—. Pasa, alma extraviada y písame una vez más como acostumbras.

—Así han puesto a mi Hijo Divino los pecados de los hombres —dijo la Madre—. Y tú, hija mía, no eres la que menos...

—¡Señor, Señor... Perdón...! Yo no sabía, no podía adivinar el que fuera tan real el drama del Calvario. ¡Perdón Señora, a esta pecadora que ha aumentado vuestra pena!

Se fijó entonces más y vio que lo que le pareció momentos antes un pesado bulto, era una enorme cruz, a cuyo peso habla vuelto a caer el Señor, de tal forma, que estaba materialmente debajo de ella.



—¡Perdón, Señor! ¡Piedad por mis culpas, que de tal modo os han puesto! Fue a hacer ademán de ayudarle, pero su Madre, con un gesto extendiendo la mano, le dijo:

—No es así como has de ayudar a levantar a tu Salvador.

—¿Cómo entonces, Señora?

—Llorando tus culpas con arrepentimiento y lavándolas por la confesión y penitencia.

—Con toda el alma, Señora, siento mis pecados. Y si ahora mismo pudiera dar la vida por Vos o por vuestro Divino Hijo, gustosa lo haría para aliviaros siquiera.

Un torrente de lágrimas de sincero arrepentimiento surcaban el rostro de Raquel. Suspiros entrecortados salían de su afligido pecho, suplicando:

—¡Perdón, perdón!

A través de sus lágrimas miró al Señor, que ya se había incorporado y al que su Madre ayudaba a levantar y vio que, a pesar de su cara de angustia, sus hermosos ojos despedían destellos de misericordia. La Señora sonreía débilmente, al tiempo que decía:

—Hija mía: Mi Divino Hijo Jesús te perdona, porque ve que estás sinceramente arrepentida.

—Perdonada vas, mujer —dijo el Señor—; pero recuerda que las pecados de los hombres labraron mi Pasión.

—Señor: Bien veis que de corazón estoy arrepentida y que ahora mismo, si pudiera, darla mi vida por aliviar vuestra pena y borrar mis pecados.

—Perdonada quedáis, según quiere mi Madre y tuya, la Virgen María.

—Os amaré mientras viva. Y tanto mal como antes os hice, me esforzaré en haceros bien y propagar vuestra bondad infinita.

Ya ni pasó siquiera a su casa. Desde allí mismo se fue a buscar al Vicario del pueblo, al que contó detalladamente cuanto le habla pasado. Pudo comprobar el representante de Cristo que el arrepentimiento de Raquel era completo.

—Deseo ser cristiana y abjurar de mis errores —dijo al Sacerdote.

—En cuanto os instruyáis de la doctrina de nuestra sagrada religión, seréis bautizada.

—Con ansia esperaré ese día. He de trabajar día y noche para cuanto antes poder lavar mis culpas.

—Será un día de júbilo para la Santa Iglesia de Cristo y para el Cielo.

—Y siendo yo tan gran pecadora...

—¿No sabéis que dicen las Sagradas Escrituras, que hay más alegría en el Cielo por la conversión de un pecador que por la perseverancia de cien justos?

¡Ah, qué hermosa y consoladora es la Religión Católica!

A los pocos días, con gran contento del pueblo entero y de los cercanos, que acudieron ante lo extraordinario del caso, se celebró con toda pompa y solemnidad —por deseo Vicario— el bautizo de Raquel, que quiso anteponer a este nombre el de la Virgen Dolorosa, a la que ella escupió. Desde aquél día, a ella se la llamó María Dolores Raquel.

Cuentan que al oír este nombre, por mucho tiempo, derramaba lágrimas de dolor y arrepentimiento, siendo de vida y muerte tan ejemplar que edificaba a cuantos la conocían y trataban.

Como María Raquel de los Dolores tenía muy buena posición dedicó su capital a obras de piedad. Y en recuerdo de tan extraordinarios sucesos que motivaron su conversión, mandó tallar en piedra, con el consentimiento del Vicario, un Viacrucis completo con todas las estaciones que iría por todo Iniesta, con la sola condición de que una de las estaciones fuera en la puerta de su domicilio.

Así se efectuó. Y cosa rara: aunque durante la Guerra ha sido destruido el antiquísimo Viacrucis, ha quedado solamente una piedra en que, de tamaño natural, aunque horriblemente encalada, aparece el Señor con la Cruz a cuestas y la Verónica. Y debajo, una corona de espinas.




 

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