ANTIGUAS INSCRIPCIONES EN EL SINAÍ


Del desierto de Sin puede salirse por el Uadi-Mokatteb (Valle de la escritura), de unos nueve a diez kilómetros de longitud que ha sido y es famoso por las inscripciones en caracteres raros que se leen en los peñascos, que, desprendidos de las inmediatas alturas, han caído rodando al llano.
 
Por mucho tiempo se han tenido tales inscripciones por un gran libro abierto en que los sabios habían de hallar la solución de todos sus dudas y enigmas el día en que consiguiesen descifrar su misterioso lenguaje; como los israelitas hubieron de pasar por aquel sitio se supuso que allí y en otros puntos hasta el Sinaí donde se encuentran aquellas inscripciones llamadas sinaíticas, dejaron con ellas auténticas memorias de sus largas peregrinaciones.


Ya en el año 535 de nuestra era un autor griego, Cosmas Indicopieuste, escribía:

- "Después que los hebreos hubieron recibido de Dios y por escrito la ley en el desierto del Sinaí, aprendieron por primera vez las letras en aquel mismo lugar, y el Señor, que se sirvió de la soledad como de sosegada escuela, les hizo grabar caracteres por espacio de cuarenta años. Por esto en el desierto del Sinaí, en cuantos puntos acamparon los hebreos, se ven las peñas desprendidas de los montes cubiertas de letras grabadas.
 
Yo, que he viajado por aquel país, puedo atestiguarlo. Judíos que las leían nos las explicaban diciendo:
 
- Marcha de esta ó la otra tribu, de fulano o zutano, en tal año y tal mes; de manera que son análogas a las que ahora pueden leerse en mesones y hospederías. Para convencer a los incrédulos se han conservado hasta nuestro tiempo".

La obra de Cosmas permaneció siglos y siglos sepultada entre el polvo de las bibliotecas, hasta que publicada por Montfaucon en el año 1707, despertó aquel interesante pasaje la atención de los eruditos, y sin entrar en el análisis de los numerosos trabajos, a veces contradictorios, que se han publicado sobre este oscuro asunto, especialmente de cincuenta años acá, convendrá indicar en breves palabras los resultados obtenidos por el sabio orientalista Palmer, que hasta hoy puede considerarse como quien ha dicho acerca del problema la última palabra.
 
Formando parte de la comisión científica enviada por Gran Bretaña la Arabia Pétrea en 1868, Palmer pudo recoger unas tres mil inscripciones egipcias y semíticas, aparte de las que aparecen grabadas en otras lenguas, y llegó a descubrir que las semíticas, o sea las que por lo común son designadas con la denominación de sinaíticas, pertenecen a un alfabeto que califica de transición entre el hebreo vulgar y el árabe antiguo.
 
Observó, además, estudiando atentamente unas doce inscripciones bilingües (sinaíticas y griegas), que de su contextura se desprende haber sido grabadas en una y otra lengua por la misma mano, y que por lo tanto pertenecen a una misma época y expresan una sola cosa.
 
Por medio de estas inscripciones bilingües adquirió plena convicción de haber descubierto la clave del alfabeto sinaítico, y esto le permitió descifrar e interpretar sin grandes dificultades la mayor parte de los textos semíticos copiados, todos aquellos por lo menos que no habían sufrido irreparable deterioro por la acción del tiempo o de los hombres, viniendo por último a descubrir que la mayor parte de las inscripciones llamadas sinaíticas, en vez de contar la gran antigüedad que se les suponía, datan cuando más de los siglos que inmediatamente precedieron y siguieron al establecimiento de la era cristiana.
 
Según el expresado orientalista, tales inscripciones, en lugar de ser páginas inéditas de la Biblia y por lo mismo de capital interés, grabadas por los israelitas en las pulidas peñas que a su paso se ofrecían para perpetuar la memoria de sus aventuras por el desierto, proceden sencillamente de gentiles unas, y otras de cristianos de los primeros siglos de la Iglesia, y consisten las más en leyendas de escasa importancia trazadas con precipitación por viajeros, mercaderes o peregrinos.
 
 
Muchas de ellas no constan más que de un nombre propio acompañado de una fórmula o expresión vulgar, y también a veces de toscos dibujos representando un camello, un asno o una cabra. Sus principales autores, a juzgar por su escritura e idioma, fueron nabateos. Pero si las inscripciones llamadas sinaíticas tienen relativamente un origen moderno, y si hasta el día ninguna se ha descubierto que pueda ser atribuida a los israelitas como memoria de su paso, no puede decirse lo propio de los jeroglíficos que se encuentran en diferentes puntos de aquella península, y en especial en Maghara y en Sarabit-el-Kadim, sitios que ha de recorrer el viajero que al Sinaí se encamina.
 
De ellos sí puede asegurarse que datan de remotísima antigüedad, como que los hay en gran número anteriores a la época del Éxodo. Trasladémonos, pues, a Maghara, situada a poca distancia del Uadi-Mokatteb.
 
El nombre de Maghara significa, caverna, se debió sin duda a las subterráneas galerías allí abiertas por los egipcios en las vertientes del Uadi-Magharah para la explotación del mafka, nombre que unos autores traducen por turquesa, otros por cobre, y otros, en fin, por malaquita, allá por los tiempos del rey Snefru, postrer soberano de la tercera dinastía o primera de la cuarta, que en esto no están acordes los autores, es decir, hace algunos miles de años.
 
Son aquellas galerías muy angostas y tenebrosas y por ellas, sembrado como está el suelo de escombros, sólo es posible andar a gatas; en la entrada de una de ellas yeso una piedra con el nombre de aquel soberano, el cual está representado con la diestra armada con una maza y derribando con la izquierda a un enemigo vencido. Este, que parece ser un semita, lleva larga la cabellera, en punta y poblada la barba y tiene muy deprimida la frente, pertenecería a la raza de pastores nómadas que vagaban por la comarca y a los que hubieron los egipcios de sujetar antes de dar comienzo a la explotación de las preciosas minas.
 
Junto á la piedra de Snefru, se encuentra otra con el nombre de su sucesor Kheops o de Chufu, constructor de la gran pirámide; de modo que una y otra trasladan el viajero a las primeras edades de la historia de Egipto y por lo mismo de la historia del mundo.

Otras inscripciones contienen el nombre de príncipes pertenecientes a las dinastías posteriores bajo los que continuó la explotación minera; interrumpida ésta durante la dominación de los Hyksos, fue después continuada, para no cesar hasta que aquellas minas dieron señales de agotamiento y se vio ser las de Sarabit-el-Khadim más abundantes y ricas.

Dominando el Uadi-Maghara y a las minas que encierra en sus ribazos, se alza elevada colina de agrias y peligrosas pendientes, en cuya meseta superior subsisten aún vestigios de la que fue la población de los mineros quienes moraban en casitas bajas, construidas con grandes piedras apenas talladas y sin argamasa que las juntara.

De la meseta arranca una eminencia cónica, rematada por los restos de una torre, desde la que, dominando el territorio, podía darse la señal de alarma en caso de presentarse el enemigo. En la meseta se han encontrado gran número de instrumentos de sílice, como tijeras y martillos.
 

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