DESCRIPCIÓN DEL MONASTERIO DE SANTA CATALINA


Por sus líneas atrevidas, por su forma áspera y austera, por sus cimas que se lanzan a los aires como gigantescas agujas, por su imponente y aislada masa es el Djebel-Serbal uno de los montes más notables de la península.

Los pocos viajeros que han logrado escalar sus varias cumbres han visto allí vestigios de edificios de época ignorada y algunas inscripciones sinaíticas, y ensalzan todos a porfía el incomparable panorama que a sus ojos se ha ofrecido. En efecto, desde aquel elevado observatorio se contempla toda la península como inmenso mapa de realce, iluminado por la naturaleza misma con variados colores, según son las montañas de asperón, de granito, de pórfido o de tierra calcárea.

Bañadas por el sol afectan formas grandiosas y fantásticas, toman diferentes tonos, y así muestran los más rudos contrastes como se van fundiendo armónicamente entre sí por medio de vistosos matices. Desde aquellas alturas en que el hombre se achica tanto como crece la majestad del Creador, descubre la vista gran número de uadis que, cual otras tantas arterias, irradian por aquel laberinto de montañas y permiten atravesarlo.


Al oeste se divisa a lo lejos la azulada superficie del golfo de Suez, y aun más allá se alcanzan a ver los montes de Egipto; al suroeste la dilatada y arenosa planicie de El-Kaa extiende a lo largo de la playa su triste y monótona aridez; aquella mancha de color verdoso en que los ojos descansan complacidos es el oasis de Tora, en el día mísera aldea rodeada de bosquecillos de palmeras, pertenecientes en gran parte al monasterio del Sinaí.

Su puerto, formado por bancos de coral, ofrece resguardado anclaje, y lo domina el Djebel-Hamman-Sidna-Musa (monte de los baños de nuestro señor Moisés), en el que brotan manantiales de aguas termales, y en sus calcáreas vertientes se abren numerosas grutas de anacoretas. Al este se alza el Sinaí con toda la majestad de su colosal mole y de sus divinos recuerdos; al norte la prolongada línea del Djebel et-Tih, que toma suavemente en el centro la configuración de arco, se presenta como muro que cierra el horizonte, terminado por el lado del sur con ancha faja de arena llamada Debbet-er-Ramleh.

Creen varios y distinguidos críticos ser el nombre de Serbal corrupción de Ser-Baal, el Señor Baal; de ser así habría estado consagrado este monte al Júpiter del Panteón cananeo, pero el docto orientalista Palmer opina que la denominación de Djebel—Serbal significa sencillamente Monte de la cota de Malla, y la debe al aspecto que en la época de lluvias ofrecen las graníticas peñas que lo forman.


El agua que se desliza y corre por sus brillantes laderas, hócelas para los árabes, semejantes a una especie de cota de malla. En el año 530 de nuestra era Cosmas, apellidado Indicopleuste a causa de sus viajes a las Indias, en su obra titulada Topografía cristiana o Sentimiento de los cristianos acerca del mando, colocó el Sinaí inmediato a Farán, y de ahí que entre algunos autores se haya formado y prevalezca la teoría de ser el Serbal el famoso monte que sirvió de trono al Señor para la promulgación de su Ley.

Alegan, entre otras cosas, el gran número de inscripciones sinaíticas que allí se encuentran y sostienen que así lo creyeron los primeros cristianos y que como a tal lo veneraron; pero además de que, de adoptarlo así, varias de las estaciones del itinerario de los israelitas que se tienen hoy por fijadas de un modo indubitable habrían de ser modificadas, ni las inscripciones sinaíticas, conforme hemos visto, tienen la importancia capital que se les atribuyó, sin contar que las hay en muchos y diferentes puntos de la península, ni tampoco hay que fiar absolutamente en las tradiciones de los primeros cristianos que, con el transcurso de quince siglos, podían muy bien haberse alterado.


Además, ¿es positivo que tal tradición existiera? Las ruinas del Uadi-Feirán y los diferentes monasterios que desde los primeros siglos de la Iglesia hubo en la ciudad de Farán no bastan a probar que fuese tenido el monte Serbal como sitio de la promulgación del Decálogo, antes al contrario los restos de esculturas hallados entre las ruinas por los últimos exploradores ingleses atestiguan, según hemos dicho, la creencia en que estaban los moradores de Farán de ocupar el lugar en que se empeñó la batalla de Rafidim.

Además, al testimonio de Cosmas puede oponerse el de Silvano, Ammonio, san Nilo, Procopio y otros muchos, los cuales, en conformidad a la tradición general, señalan claramente, no el monte Serbal, sino el Djebel—Musa como el verdadero y auténtico Sinaí. Lo mismo proclama la tradición unánime de los indígenas de la comarca, y ella guió a Justiniano al Djebel—Musa y no al Djebel—Serbal cuando se propuso fundar el monasterio que describiremos seguidamente.


Las objeciones que en contra aducen los sostenedores de la nueva teoría, fundadas en algunos pasajes del Éxodo, han sido allanadas y desvanecidas; el nombre de Horeb que se da a la peña de la que brotó el agua milagrosa, así como el sagrado monte, no basta para identificar ambos lugares; Horeb significa sitio seco, tierra árida, y el hecho de la portentosa fuente referido antes no se aplicó al Djebel-Serbal sino a otro punto distinto.

El Djebel-Musa queda por lo mismo en posesión de sus antiguas tradiciones y de la veneración tantas veces secular que le rodea, y hacia él hemos de guiar a los lectores. Abandonemos, pues, el Uadi-Feirán, dejemos a la espalda el Djebel el-Benat Monte de las Doncellas, célebre por el trágico fin de dos jóvenes que a su soledad, según costumbre aun practicada entre algunas tribus del Sinaí, se habían retirado para pasar los dos o tres días anteriores a su casamiento, como para llorar por su virginidad, y que obligadas por sus padres a tomar "por esposos a dos hombres a quien detestaban en vez de los que tenían su cariño, se precipitaron, anudadas sus cabelleras y así enlazadas y encadenadas una a otra, de la cumbre al abismo.

Entremos en el estrecho desfiladero llamado El-Bueib (la Puertecita), pasemos el Uadi-Solaf y el Uadi-Gharbeh, y por el Nakb el Haua (Paso del viento), pintoresca cañada encerrada entre tajadas y paralelas peñas de granito rojo de doscientos a trescientos metros de altura, sitio que por lo agreste y majestuoso no tiene rival en los Alpes ni en parte alguna de Europa y que es como la imponente puerta del más grandioso templo elevado al Dios verdadero, lleguemos al vestíbulo de la cordillera sinaítica.


A proporción que disminuye la distancia a la santa montaña se encuentran en mayor número de rebaños de cabras y campamentos de beduinos. Como aquella región de la península es la mejor provista de agua y de vegetación, las tribus errantes acuden con preferencia a ella en busca de pastos para sus ganados. Según opinión de los autores Robinsón y Burckhardt, su número no excede de cuatro mil; los saualhah, que son los más numerosos, acampan por lo común al oeste y nordeste del Sinaí; les siguen en importancia los aleikates, cuyo principal centro se halla entre el Uadi—Nasb y el Uadi—Garandel. Los mezeini se reúnen en el golfo de El—Akabah; los ualed—soleiman, compuestos de pocas familias, vagan por las cercanías de Tor, y por fin los beni—uasal, también escasos en número, suelen establecer sus campamentos en la costa oriental, hacia el extremo sur de la península.


Profesan todos la religión mahometana, y religiosos por instinto siguen de buen grado los preceptos de una ley que en nada contraría sus vivas pasiones. Para ellos el Djebel—Musa o monte de Moisés es también lugar santo y venerable. Dos horas dura la penosa marcha por el pedregoso sendero de Nakb el—Haua; de pronto la cañada se ensancha, y los graníticos muros que la ciñen se separan para juntarse de nuevo formando una especie de anfiteatro que a primera vista parece cerrado y sin salida, mientras que el terreno, en vasta y verde planicie, se eleva hasta el fondo en plano inclinado, semejante a las explanadas alfombradas de menuda hierba que dan ingreso a algunas regias mansiones.

Al extremo de la planicie, hacia la derecha, en las vertientes inferiores y orientales del Djebel—Musa se levanta un edificio con todo el aspecto de una fortaleza; es el famoso monasterio de Santa Catalina.

Este edificio, que puede calificarse de castillo del desierto, forma un cuadrilátero irregular; el muro aspillerado que lo circuye está formado con piedra de sillería, tiene de doce a quince metros de elevación, y los robustos estribos que lo sostienen le comunican el aspecto de una muralla flanqueada por torres y baluartes.

Hace muy pocos años los extranjeros sólo podían penetrar en él siendo izados con cuerdas por medio de un gran torno hasta una ventana del muro, después que la carta de introducción de que han de estar provistos de parte del arzobispo del Sinaí que reside en el Cairo, había sido juzgada suficiente garantía del recién llegado. Hoy en día la carta es la única que torna el camino aéreo, y el viajero que la presenta oye rechinar, transcurrido largo rato, una puertecita de hierro, que antes sólo se franqueaba al arzobispo para ser de nuevo tapiada luego de su partida.

Por ella y por angosto y tortuoso corredor abierto en la peña se llega al interior del monasterio. La vecindad de los árabes y la necesidad de librarlo de un golpe de mano justifican estas precauciones. El monasterio, desde el patio a que conduce el oscuro pasadizo, se ofrece como un laberinto de estrechos corredores de galerías, de puentecillos, de escalerillas descubiertas que parecen de mano, tan ligeras son, mediante lo cual se comunican los pisos, las celdas y las salas, construidas sin ninguna regularidad.

Los patios o claustros, pues son más de uno, están embellecidos con emparrados y diversas plantas, y en el huerto crecen entre la hortaliza naranjos, limoneros y otros árboles frutales, dominados por algunos añosos y gigantescos cipreses. Es un verdadero oasis en que el ánimo fatigado de la aridez del camino se conforta y embelesa.

Sin embargo, al penetrar otra vez en el monasterio y al recordar el océano de deslumbrante claridad en que se ha estado sumergido durante varios días, se siénte como indefinible tristeza dentro de aquellas paredes y en aquel recinto frío y silencioso.

El sol penetra en él rara vez a causa de los altos montes que lo dominan, y así es que los monjes, en la tierra clásica del calor, padecen frío y han de usar vestidos forrados de pieles, como que su morada está a mil quinientos treinta y siete metros sobre el nivel del mar, según Schúbert, y a mil seiscientos sesenta y uno, según Russeger.

En el centro del huerto se abre la sepultura de los monjes, constando de varias bóvedas o tumbas; se colocan en la una los cadáveres sobre rejas de hierro, y cuando, transcurridos dos o tres años, han sufrido una descomposición completa quedando únicamente el esqueleto, los desarticulan, y los diferentes huesos, cráneos, tibias, costillas, etc. van a reunirse en distintos compartimientos con los huesos análogos allí antes depositados. En otro panteón se conservan los cuerpos de los arzobispos, cuyos esqueletos son los únicos que permanecen enteros, revestidos de sus ornamentos.


Los monjes pertenecen a la comunión greco-cismática, profesan la regla de san Basilio, y su régimen es muy austero. Su número, incluso el de los legos que por lo común practican diferentes oficios, no excede en la actualidad de veinticinco a treinta; en tiempos anteriores fue mucho más considerable.

Oratorios y capillas invitan al recogimiento y a la meditación en varios puntos del monasterio, y para el rezo se reúnen los monjes dos veces al día en el iglesia mayor, consagrada a la Transfiguración.

El templo, fundado por el emperador Justiniano, lo mismo que el monasterio, está precedido de un narthex o vestíbulo; se compone de tres naves sostenidas por elevadas columnas de granito, y termina en un ábside semicircular.

El altar es de madera artísticamente labrada, y las pinturas que lo adornan son regalo del emperador de Rusia.

Los cuadros en mosaico que cubren las paredes del ábside, lo mismo que el de la Transfiguración, que es el principal del santuario, dignos de figurar al lado de los más famosos de Constantinopla, Rávena y Venecia, datan de mucha mayor antigüedad y son de origen bizantino.

Se ve a la derecha el retrato de Justiniano y a la izquierda el de su esposa, la emperatriz Teodora, también en mosaico. Junto al primero se representa a Moisés de hinojos delante de la zarza ardiente, y al lado del segundo fue pintado teniendo en la mano las tablas de la Ley.

Detrás del altar, un magnífico sarcófago de mármol ceniciento encierra las reliquias de santa Catalina, patrona del monasterio. Martirizada en Alejandría a la edad de diez y ocho años durante la persecución de Maximino, sobrino de Galerio, los ángeles, dice la tradición, arrebataron su cuerpo virginal y lo trasladaron milagrosamente a la cima del monte que lleva su nombre, donde tiempo después lo descubrieron los monjes del Sinaí.


Pero el punto más venerado de la basílica es la capilla llamada de la Zarza ardiente, situada detrás del coro, lugar donde Dios manifestó su presencia y descendió a hablar con su servidor. En ella sólo se entra con los pies descalzos. Adornada con ricas planchas de plata labrada y magníficos tapices, es atribuida su construcción a santa Elena; también se admiran en ella vistosos mosaicos que datan del siglo VII, o por lo menos eso  se asegura.

«Moisés, dice el libro del Éxodo, apacentaba las ovejas de Jethró, su suegro, sacerdote de Madián, y habiendo llevado el ganado a lo interior del desierto, vino al monte Horeb, monte de Dios.

Y se le apareció el Señor en llama de fuego en medio de una zarza, la cual ardía, pero no se quemaba.

Y el Señor le llamó diciendo :

—Moisés, Moisés.

—El cual respondió:—Aquí estoy.

—No te acerques acá, añadió el Señor, sin desatar el calzado de tus pies, porque el lugar en que estás tierra santa es. Yo soy el Dios de tu padre, el Dios de Abraham, el Dios de Isaac y el Dios de Jacob.

Moisés veló su rostro sin atreverse a mirar al Señor, y Éste siguió diciendo:

—He visto la aflicción de mi pueblo en Egipto, y sus clamores han llegado hasta mí. Yo soy el que soy, y dirás a los hijos de Israel: El que es me ha enviado a vosotros.»

A corta distancia se enseña el pozo del que Moisés sacó agua para abrevar el ganado de su suegro Jethró. A pocos pasos de la iglesia de la Transfiguración contempla con sorpresa el viajero una mezquita cuyo alminar domina las inmediatas techumbres. Cree Burckhardt, confiando en un manuscrito por él descubierto en la biblioteca del Sinaí, que tal edificio es anterior al siglo XIV, y no falta quien afirma que pertenece a la época de Mahoma, el cual, estando en el monasterio del Sinaí, otorgó a los monjes, como compensación de la obra de la mezquita, un diploma que luego ha sido siempre respetado por los árabes.

Otros autores fijan su construcción a principios del siglo XVI, y explican que el sultán Selim, conquistador de Egipto, tenía por ministro favorito a un sacerdote griego, a quien, por causa de enfermedad, envió al monasterio del Sinaí con la esperanza de que los aires puros del desierto y los monacales cuidados habrían de devolverle la salud perdida. No sucedió así, sin embargo, y el enfermo sucumbió a su mal, de lo que tuvo Selim tanta pena que juró vengar su muerte en los monjes que, según él, no le cuidaron cual debían. Entonces, para conjurar el peligro que los amenazaba, los religiosos erigieron la mezquita, y con ello, en efecto, lograron calmar la ira del sultán.

La realidad es que los monjes están en la precisión de sufrir aquella vecindad desposeídos del monasterio, como también es cierto la mezquita de granero y el alminár está convertido tan impropia bajo pena de verse que casi todo el año les sirve en palomar.

La biblioteca del monasterio se compone de tres piezas: la primera, situada en el piso inferior, sólo contiene un centenar de volúmenes, la mayor parte impresos. En el piso primero, en una sala más vasta que la anterior, se guardan mil quinientos volúmenes, entre los cuales quinientos manuscritos griegos, arábigos, armenios y georgianos, tratando casi todos de la Sagrada Escritura o de teología. Aunque en el umbral de la puerta se lee en caracteres griegos: Lugar de curación o remedio del alma, los actuales monjes del Sinaí recurren poco a la espiritual farmacia, y están, por lo que a instrucción se refiere, muy por debajo de sus antecesores.

La tercera sala está destinada a Manuscritos. En ella se conserva un manuscrito de los Evangelios, precioso y magnífico ejemplar que goza de gran y merecida fama; está escrito todo él en blanco y delicado pergamino con letras doradas que por su carácter denotan claramente, según el escritor Tischendorf, pertenecer al siglo VII u VIII. Ricas miniaturas adornan las primeras hojas.

Por tradición se sabe en el monasterio fue regalo del emperador Teodosio, probablemente de Teodosio III que reinó a principios del siglo VIII.

En la biblioteca del monasterio y entre carcomidos y arrinconados pergaminos fue descubierto por el mismo M. Tischendorf en 1859 el famoso manuscrito de la Biblia conocido con el nombre de Códice Sinaítico, cuya importancia es cuando menos igual a la del Códice Vaticano.

«Para comprender el inmenso interés que se encierra en el descubrimiento de M. Tischendorf, dice M. Guerin, hay que tener presente que para saber de un modo preciso cuál fue el texto de la Sagrada Escritura al salir de las manos de sus inspirados autores, y contábamos hasta ahora por principales guías tres manuscritos que datan de los siglos IV y V, a saber: el famoso del Vaticano, el de Londres, por nombre Alejandrino, y el de París, llamado Palimsesto de Efrem el Sirio. Sin embargo, ninguno de los tres es cabal, y había que completarlos el uno por el otro: al de París le faltan algunos pasajes del Nuevo Testamento; carece el de Londres de una parte del primer evangelio, de dos capítulos del cuarto y de alguna página de la segunda epístola de san Pablo a los Corintios. Al del Vaticano, el más antiguo e interesante, le faltan cuatro epístolas y el libro del Apocalipsis.

Pues bien, merced a las solícitas y afortunadas investigaciones de M. Tischendorf, se puede consultar hoy un cuarto manuscrito que no sólo data de tanta antigüedad como el más antiguo de los anteriores, sino que está completo sin faltarle ni una letra.»

El Djebel-Musa, en virtud de una tradición no interrumpida desde la época de Justiniano y anterior a ella, según llevamos manifestado, tradición común a cristianos y musulmanes, es tenido universalmente en la península sinaítica por el Horeb o el Sinaí de los Sagrados Libros, doble denominación dada al mismo monte a causa de sus dos principales cumbres, el Ras-Safsafeh y el Djebel-Musa propiamente dicho, designándosele con una o con otra indistintamente. Ello es que así los monjes de Santa Catalina como los beduinos del desierto están acordes en creer y repetir de generación en generación que la sierra en que ahora estamos es la misma en que se realizaron los portentosos y para siempre memorables sucesos en la Biblia referidos; los misteriosos coloquios de Dios con Moisés, la aterradora aparición de la omnipotencia y majestad divina entre el fulgor de los rayos y el estampido del trueno y la promulgación del Decálogo.

Lo atestiguan el nombre de Djebel-Musa ó monte de Moisés dado a la montaña y los de Ledja y Choaib, equivalente éste para los árabes a Jethró, el del suegro de Moisés, y llevado aquél por su hija, con que son conocidos los dos valles que lo circundan, sin contar que el monasterio de Santa Catalina, cuya fundación data de la época de Justiniano, y por lo tanto de los comienzos del siglo VI, es a su vez testimonio aun en pie que acredita al través de los siglos la legitimidad de la tradición que hace del Djebel-Musa de nuestros días el Sinaí o el Horeb de los antiguos tiempos.

Se sabe, en efecto, por Procopio, autor de la obra titulada Edificios de Justiniano, que este emperador, deseoso de favorecer a los monjes qué hostigados por las tribus del desierto, construyó al pie del monte donde recibiera Moisés la ley divina un gran castillo sobre las ruinas de una antiquísima torre atribuida a santa Elena, y estableció en las cercanías un puesto militar, castillo que es sin duda el fortificado recinto que, con reparaciones y modificaciones sucesivas, es el actual monasterio de Santa Catalina.

Y fue en aquel punto, al pie del Djebel-Musa, erigido, porque la tradición ya entonces dominante, repetiremos con Procopio, tenía aquel monte por el Sinaí, de manera que no es cierto, como sostienen algunos críticos, que la fundación del monasterio torciese el curso de la tradición, trasladando del Djebel-Serbal al Djebel-Musa la gloria de representar el monte del Decálogo. Téngase en cuenta, además, que a diferencia de lo que hemos dicho verificarse en el Djebel-Serbal, el territorio que rodea el Djebel-Musa se apropia de un modo perfecto al bíblico relato, ya que el Uadi el-Ledja, el Uadi ed-Deir y sobre todo el Uadi-Rahah pudieron por lo vastos, servir de campamento a inmensa multitud, a la que tampoco se habrían ocultado los prodigiosos sucesos que en la cumbre del monte acaecían.

 

0 comentarios:

Publicar un comentario

SÍGUEME EN FACEBOOK