EL OASIS DE FARÁN Y LA PEÑA DE HOREB


Para llegar de Maghara a Sarabit el-Khadim, centro minero también de importancia, hay que seguir hacia el nordeste durante seis o siete horas riscosos senderos, por estar situadas las minas en medio de escarpados montes, semejantes a fortalezas de fácil defensa; de ahí el nombre de Sarbat o Sarabit, palabra árabe que significa altura, y de Khadim, derivado probablemente de la palabra egipcia khatem, equivalente a fortaleza.


Interesantes ruinas se descubren por todos lados: vestigios aun muy perceptibles de edificios públicos y privados, trozos de columnas, enormes piedras cubiertas de esculturas. Las ruinas de dos templos consagrados a la diosa Hathor y algunas lápidas con los nombres de varios soberanos egipcios, yacen desparramadas por la meseta de un collado que se eleva doscientos  setenta metros sobre los inmediatos valles. La inscripción jeroglífica allí descubierta hace saber que los trabajos comenzaron en Sarabit en el reinado de Amenemha II, de la dinastía duodécima; abandonados cuando la conquista de Egipto por los Hyksos, se emprendieron de nuevo reinando Thutmes III y continuaron por espacio de largo tiempo hasta la época de Ramsés IX.
 
Minas de turquesas, de hierro y de cobre se prolongan larga distancia por las colinas y por los valles que rodean las ruinas de los templos antes dichos, en los que se congregarían sin duda en determinados días los infelices cautivos condenados a la penosa explotación. La comisión inglesa descubrió varias de las galerías abiertas en aquellos remotos tiempos, especialmente en el Uadi-Nazeb, que, por razón de las fuentes que en él manan, fue, al parecer, como el centro de las operaciones metalúrgicas.
 
La existencia de tales minas en la península sinaítica y en tan lejana época, arroja gran luz sobre una parte de la historia de los hebreos en el desierto; desde su descubrimiento ya no puede haber lugar a asombro de que hubiesen en el Sinaí trabajado los metales, así para fundir el becerro de oro como para labrar los diferentes utensilios destinados al servicio del tabernáculo, en cuanto consta que los egipcios, que fueron sus maestros, lo verificaban diariamente a poca distancia del monte Horeb, en Sarabit-el-Kadim y lo habían verificado antes en Maghara. De esta manera quedan anonadadas las impugnaciones que sobre este punto experimentó en el siglo último el relato de Moisés.
 
Desde que penetra el viajero por los desfiladeros de los montes deja la marcha de ofrecer igual monotonía, pero se hace más peligrosa. Los senderos, apenas trazados, son escarpados y ásperos; ora se baja a lo más hondo de sombría cañada, ora ha de escalarse la riscosa ladera del monte. A veces ha de andarse por angosto camino, con la tajada peña a un lado y el horrible precipicio en el otro, al paso que en ciertos puntos la senda se desliza tan encajonada entre altas moles de granito que sólo se ve el cielo como una cinta azul de irregulares cortes.
 
En invierno y en época de aguas es muy peligroso andar por aquellos sitios: cuando son las lluvias más abundantes e impetuosas que de costumbre, se precipitan con irresistible fuerza de las cumbres y vertientes de los montes, donde no las contiene ni estorba su curso ninguna clase de vegetación; en momentáneos y repentinos ríos penetran por valles y cañadas como torrentes furiosos y arrastran cuanto a su paso encuentran, formando extensas inundaciones, a las que dan los árabes el nombre de Setd.
 
Afortunadamente, a las pocas horas vuelve a lucir el sol, el cielo sonríe de nuevo a la tierra, y los uadis, desolados y otra vez secos, vuelven a ofrecer paso a las caravanas y lugar de campamento a los beduinos.


Al fin el desfiladero va ensanchándose, y convertido en valle, los primeros árboles del Uadi-Farán o Feyrán alegran el selvático cuadro. Es aquel uadi, que mide unos veinte kilómetros, el más bello y regalado oasis de la península sinaítica, y los beduinos de la comarca lo miran como su paraíso en la tierra; por él serpentea en infinitas revueltas un riachuelo que en invierno lleva un buen caudal de agua y que no se seca del todo ni aun en verano. Las puras y cristalinas fuentes que allí brotan mantienen con sus aguas fecundantes rica vegetación, a la que dan sombra bosquecillos de palmas, tamariscos y acacias. Enormes depósitos de tierra rojiza y arcillosa que se apoyan por ambos lados en los gigantescos muros del valle hasta una altura de veinte a treinta metros han movido á pensar a M. Lepsius que el uadi fue antiguamente un lago, cuyas aguas, antes de abrirse paso, formaron aquellos aluviones inmensos.
 
Cabañas, tiendas y numerosos rebaños le comunican pintoresco aspecto; como Jethro, suegro de Moisés, y como los patriarcas, los habitantes de la comarca son por lo general pastores; llegado el verano pastan el ganado por los inmediatos valles y a veces se arriesgan a cruzar el desierto. Por lo común son robustos, altivos y celosos de su independencia; miran con recelo al extranjero que visita sus campamentos, y su desconfianza se trueca fácilmente en hostilidad. Su traje consiste en una túnica de lana sin mangas, de rayas blancas y negras, y calzan sandalias sujetas con cordones de lana.
 
Las mujeres usan largos vestidos de lienzo; una especie de pañuelo negro les cubre el rostro, excepto los ojos, y van tocadas con largos y blancos velos. Su joya predilecta es un collar de abalorios azules. Allí se elevó la ciudad de Farán o Feyrán , la única que ha existido en la península, y de la cual ha tomado nombre la comarca; en la cumbre de un peñón de treinta metros de altura se ven las ruinas de un monasterio que se encuentra citado ya a fines del siglo IV como sede episcopal y después arzobispal, habiendo perdido tal carácter cuando Justiniano construyó el gran convento del Sinaí, a mediados del siglo VI.
 
Al pié de la peña yacen aún vestigios de la iglesia, y la ciudad, cuyo origen se ignora y que citada por Ptolomeo era visitada por los peregrinos en los siglos XII, XIII y XIV, se alzaba en la inmediata vertiente; allí moraban gran número de monjes, atraídos por los altos recuerdos del Éxodo; la fertilidad y los inagotables manantiales del valle les permitían vivir en medio del desierto, y además podían fácilmente procurarse provisiones de Egipto a causa de la proximidad del puerto de Tor, en el mar Rojo; de ella quedan unas pocas casas que los árabes convierten en corrales y graneros, y las gruesas piedras que las forman, algunas columnas en ellas empotradas prueban que la ciudad se construiría con los materiales de otra más antigua.
 
El oasis de Farán causa en el viajero, después de cruzar el desierto, impresión gratísima, y su apacible sombra le hace olvidar las pasadas fatigas. Natural era, pues, que el ameno lugar situado en medio de tanta esterilidad fuese ocupado desde los tiempos más remotos, y los amalecitas, que se hallaban poseyéndolo antes del paso de los hebreos, disputaron a éstos su entrada por el lado del oeste, cuando después de largas y penosas marchas esperaban los fugitivos poder tomar descanso en sus agradables bosquecillos.

Los amalecitas salieron en son de guerra contra los hijos de Israel, y Moisés dijo a Josué:
 
- Escoge los hombres más valerosos y llévalos a la pelea; yo, teniendo en la mano la divina vara, estaré en la cumbre del collado. Josué cumplió el encargo, y se empeñó el combate al tiempo que Moisés, Aarón y Hur subieron a la inmediata altura.

Y cuando Moisés alzaba las manos al cielo vencía Israel; pero cuando fatigado las bajaba, triunfaba Amalec. Por esto, arrimando una piedra junto a él para que se sentaran Aarón y Hur, le sostenían a uno y otro lado los brazos levantados a Dios, y así pudo tenerlos hasta que se ocultó el sol. Josué puso en fuga a los amalecitas y los pasó a filo de espada.


El cerro al que, según distintos autores y entre ellos la comisión inglesa citada, subió Moisés para presenciar la batalla que había de abrir a los hebreos el camino del Sinaí, se eleva doscientos y treinta metros sobre el nivel del valle; se llama hoy Djebel-el-Tahuneh (Monte del Molino), por haber existido allí uno, y en su cumbre pueden verse las ruinas de una iglesia. Quizás fue levantada en memoria y en el mismo lugar en que Moisés erigió un altar para dar gracias a Dios por la victoria alcanzada, dándole el nombre de Jehovah-Nissi (el Señor es mi gloria).
 
Entre las confusas ruinas de la ciudad de Farán , que estaba a sus pies, el sabio Palmer ha encontrado un interesante capitel en el que se ve esculpido un hombre vestido con túnica y con los brazos levantados en actitud de orar, es decir, tal como el Éxodo nos representa a Moisés durante la batalla, llamada de Rafidim, del nombre del lugar en que acampaban los hebreos al ser atacados por los amalecitas. En un bajo relieve que servía de umbral a una puerta se ofrecen tres personajes en igual postura.
 
A pocos kilómetros de las ruinas de Farán, por el lado del nordeste y en un punto en que el uadi conserva aún la aridez del desierto por no llegar hasta allá la corriente de sus manantiales, veneran los beduinos una peña famosa a la que dan el nombre de Hesi el-Khattatin, esto es, Fuente oculta de los escritores. Para ellos, los escritores por excelencia son Moisés y Aarón, y especialmente el primero que, inspirado por Dios, escribió el libro de la Ley.
 
Según la tradición, de aquella peña, herida por la vara de Moisés, brotó milagrosamente el agua que apagó la sed de los hijos de Israel.

Acampados éstos en Rafidim, dejando, a la espalda el desierto de Sin, no tenían agua para beber, y amotinados contra Moisés, le decían:
 
—Danos agua. ¿Nos has hecho salir de Egipto para matarnos de sed?

Pero Moisés, por mandato del Señor, tocó con su vara la peña de Horeb, y de ella brotó agua bastante para apagar la sed de la muchedumbre.
 
En el texto hebreo es llamada aquella peña Massa-Meribah, esto es, tentación, murmullo. La antigua e inmemorial costumbre, dijo la comisión inglesa, que consiste en que todo el que pasa deje una piedrecita en los sitios famosos por alguna leyenda, indicando así que no tiene en olvido el lugar ni la tradición a él referente, tal costumbre es observada por los beduinos siempre que pasan por Hesi el-Khattatin, y así es como se ven llenos de pequeños cantos las rocas de las inmediaciones.
 
Dicen los árabes que, después de apagar la sed en la milagrosa fuente, los israelitas se sentaron y se entretuvieron en arrojar piedras a las cercanas peñas; y de ahí la práctica moderna usada en memoria de este hecho con el especial objeto de alcanzar la protección de Moisés en favor de los parientes y amigos enfermos.
 
La peña de Horeb es una roca de granito aislada en tierra árida y seca. Una hendidura ancha, pero poco profunda, corre por ella de arriba abajo. Los árabes, como en la época de Moisés, como en la de David, le dan el nombre de piedra de la tentación.
 
Por la parte de poniente y a poca distancia de las ruinas de Farán, el Djebel-Serbal alza sus escarpadas laderas y sus graníticos y nevados picos; cinco son los principales, y el más alto, el occidental, que se levanta sobre el nivel del mar a dos mil sesenta y dos metros, forma un enorme cono de granito; desde su altura abarca la vista la península entera. El pico septentrional es el más bajo. Las cumbres del Serbal están separadas entre sí por profundos barrancos y enormes peñascos, y a ellas, desde el Uadi-Feirán, guían tres angostos valles, el Uadi-er-Rimm, el Uadi-Aleyat y el Uadi-Aeljeleh, los cuales, de terreno también muy quebrado y erizado de rocas, no pueden servir para campamento de caravanas algo considerables.
 
 
 
 
 

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