Muerto Liuva, rey de los visigodos (año 571), su hermano Leovigildo se vio dueño único de casi toda España y resolvió hacer hereditaria en su familia la corona. Mandó, pues, reconocer por sucesores suyos a sus dos hijos Hermenegildo y Recaredo, y él mismo les puso en posesión de una parte de sus estados.
Era Hermenegildo el príncipe más cabal que se conocía en su tiempo: de talle majestuoso, de aire noble y desembarazado, de entendimiento vivo y penetrante, dotado de una prudencia, de un valor y de unos modales tan atentos y cortesanos, que en medio de una nación bárbara le hacían dueño de todos los corazones.
Tuvo la desgracia de ser arriano, como toda la casa real. Muerta su madre Teodosia, el rey Leovigildo casó en segundas nupcias con Goswinda, princesa de genio maligno, furiosamente colérico, y, sobre todo, muy encaprichada en el arrianismo.
Viendo Leovigildo debilitado el partido de los católicos, dedicó su atención a buscar para Hermenegildo una esposa que asegurase la felicidad del reino con sus prendas personales, y fijó su elección en Indegunda, princesa distinguida por su extraordinaria hermosura, su virtud y su alto nacimiento.
Era católica y prometió, con el auxilio de la gracia, convertir a la fe a su esposo. Se desposó Hermenegildo con Indegunda en el año 579, y apenas arribó a España deslumbró a toda la corte. Sólo Goswinda se consumía de envidia viendo las prendas de su nuera, a quien llegó a odiar tanto que alguna vez la bañó en sangre con los golpes que le daba.
Indegunda sufrió esta persecución con una dulzura y un silencio dignos de la religión que profesaba, pero la palidez de su rostro y los cardenales en el cuerpo no ocultaron a Hermenegildo la crueldad de Goswinda, y entonces se retiró con ella a Sevilla, capital de sus estados.
Aprovechó Indegunda este viaje para convertir a su marido, y trabajó tan dichosamente en esta obra, auxiliada por su tío San Leandro, que tuvo el consuelo de verla efectuada. Leovigildo, al saberlo, entró en furiosa cólera y desató una cruel persecución contra Hermenegildo y la Iglesia. El príncipe hizo que su esposa Indegunda y su hijo de pocos meses se retirasen al Africa, para no exponerlos al peligro de los arrianos, y se encerró en la ciudad de Oseto, plaza entonces muy fuerte, y cuya iglesia era famosa en toda España.
Sitiaron y tomaron la plaza las tropas de Leovigildo, quien perseguía resueltamente a su hijo, dispuesto a quitarle la religión o la vida. Apurado, Hermenegildo se refugió en la iglesia, adonde fue a visitarlo su hermano Recaredo, quien, instruido por su padre, le dijo que se presentase ante Leovigildo a pedir perdón y todo quedaría terminado, pues ya no se trataba de ningún problema religioso.
Lo creyó así Hermenegildo, y saliendo de la iglesia cayó de rodillas ante su padre, quien al principio lo recibió cariñoso, pero luego mandó que le despojasen de sus insignias y lo llevasen cargado de cadenas al calabozo del alcázar de Sevilla.
Llegó la fiesta de la Pascua, y pareciéndole a Leovigildo que la prisión le habría hecho cambiar, le envió a un obispo arriano para que le diese la comunión. Se horrorizó el santo príncipe al oír la proposición del hereje, y lo despidió de su celda. Entonces Leovigildo entró en una furiosa cólera y mandó a soldados de su guardia para que le quitasen la vida.
Hermenegildo esperaba esta reacción de su padre, y se dispuso a recibir la corona del martirio. Estaba de rodillas, orando, cuando entraron los bárbaros y descargando sobre su real cabeza un tremendo golpe de hacha, se la hendieron por el medio, quedando el santo cuerpo tendido en el suelo, bañado en su propia sangre. Entonces se escuchó una música celestial, y una extraña luz iluminó la sombría prisión.
ORACIÓN
De la Iberia, Hermenegildo,
eres esplendor por tu cetro real,
por de mártir la palma;
ésta te la ganó de Jesús el amor,
que entre sus almos mártires colocó tu alma.
¡Cuán grande es tu paciencia en las tribulaciones
para ser fiel a Dios en todas tus promesas!
Nada que te halague jamás tú te propones,
y reprimes cauto tus pasiones aviesas.
Del vicio los estímulos que en ti asoman
¡con cuánta prontitud y afán tú los persigues;
y con pasos y sentimientos que los doman
de la pura verdad la senda siempre sigues!
Nada puede tu padre en ti con sus caricias,
nada el ocio fatal de vida regalada;
el oro y los diamantes tú no los codicias,
y la sed de reinar en ti no puede nada.
Hacerte vacilar no logran las espadas,
ni tampoco el furor del verdugo terrible;
a las glorias del mundo tan codiciadas
prefieres tú la gloria eterna, inmarcesible.
Reinando ya feliz protégenos clemente,
y acoge con amor nuestras humildes preces
mientras que cantamos con ánimo ferviente
la palma singular que tanto tú mereces.
Gloria eterna al Padre, de todo Creador;
gloria eterna al Hijo, de todos Redentor;
al Espíritu gloria todos tributemos;
gloria a los tres sin fin, sin fin todos cantemos.
Amén.
Hacer a San Hermenegildo una petición
con mucha fe y en la esperanza
de que le dará pronto cumplimiento.
Rezar 3 Padre Nuestro.
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