SAN BRUNO, VIDA Y MILAGROS DEL MONJE CARTUJO


San Bruno es patrono de los que buscan a Dios en el silencio.

Llevó una vida de pobreza, de trabajo manual, oración y transcripción de manuscritos.

Nunca fue canonizado formalmente debido a la aversión de los cartujos a los honores públicos, pero el Papa León X les concedió para celebrar su fiesta en 1514, y su nombre fue incluido en el calendario romano en 1623. Su fiesta es el 6 de Octubre.

Su Historia:
 
Cuando Bruno salió de Colonia, su lugar de origen, para ir a estudiar a Francia era aún muy joven.

 
Quería hacer los cursos del trivio, quatrivio y teología, propios de los futuros clérigos. Iba decidido a formarse muy bien. En efecto, estudió con afán y fue un brillante alumno. Sobre todo le gustaba la Sagrada Escritura, Palabra de Dios.

Ya maestro, el arzobispo lo nombró profesor y director de la Escuela de la catedral. Allí se reunían estudiantes de toda Francia y de Europa entera. Se hizo muy célebre por su magisterio y sus virtudes. Tuvo alumnos que luego serían dignidades de la Iglesia.

Uno de ellos, Eudes de Chatillon, llegaría a ser el Papa Urbano II. Todos le apreciaban por sus enseñanzas, sus consejos y su conducta. Además era canónigo, del cabildo de la iglesia catedral.

Como Reims era metrópoli eclesiástica, su prestigio creció en toda la región y lejos de ella. Pero aquellos triunfos no acababan de llenar su corazón, "convencido de los falsos goces y de las perecederas riquezas de este mundo".

"Mi alma —exclamaba— tiene sed del Dios fuerte y vivo. ¿Cuándo iré a ver el rostro de Dios?"
 
En 1049, cuando tenía 22 años, hubo grandes festejos en la ciudad. Vino el Papa León IX, trasladó en una solemne procesión las reliquias de San Remigio a la iglesia y consagró el nuevo templo. Después celebró un concilio o reunión solemne de clérigos, sacerdotes, abades y obispos. La iglesia padecía grandes males y el Papa buscaba su remedio.

Sobre todo el rey Felipe I, de malas costumbres, abusaba de su poder y de su influjo, y aunque daba palabra de enmendarse, no se corregía nunca. A su ejemplo otros señores hacían lo mismo. Un amigo suyo, Manasés, ávido de riquezas y muy astuto, con su apoyo y sus tretas, consiguió que lo eligieran para la prelatura.

El legado del Papa y varios canónigos, entre ellos Maestro Bruno, se le opusieron abiertamente. La lucha se avivó y ante los ataques de Manasés que tenía tropas a su mando, Bruno y sus amigos tuvieron que refugiarse en un castillo. El Papa intervino varias veces, y al fin mandó que lo rechazaran.

Manasés, condenado y expulsado, tuvo que huir y se refugió junto al emperador Enrique IV de Alemania, enemigo declarado del Papa. Bruno, fiel a la iglesia y al Sumo Pontífice, sufrió mucho y se portó siempre de modo ejemplar. El legado papal dijo de él que "era maestro en toda virtud de la Iglesia de Reims". Y en el pueblo corrió su fama y empezaron a desear elegirlo arzobispo de su sede.
 
Un día estando con dos amigos en el jardín de la casa donde se hospedaban, trató con ellos de la falsedad de los triunfos humanos, de las vanas riquezas del mundo y de los goces del cielo. Entonces, como movidos por el Espíritu, ardiendo en amor divino, prometieron e hicieron voto de dejar el mundo, dedicarse a la piedad y entrar monjes. El dejó los cargos y las riquezas que poseía, y sin atender al aprecio del clero y del pueblo, que tanto le estimaban, se alejó con dos compañeros de Reims. Dios le llamaba a la soledad y a la vida interior, y él respondía con toda generosidad, aunque todavía no conocía bien cómo llevarlo a cabo.

Se encaminó hacia Molesme, donde había un centro monástico fundado por San Roberto, organizador de monjes de vida en común. Allí cerca permanecieron algún tiempo. Pero Bruno aspiraba a una vida más solitaria. Su carisma se iba precisando: soledad y oración.

Al fin con otros seis amigos, se dirige hacia Grenoble, al pie de los Alpes, visitan al obispo, que tiene fama de santo y le exponen sus deseos. Buscan un lugar apto para la vida monástica solitaria. El obispo los recibió con gozo y les ayudó cuanto pudo. Cosa admirable, precisamente pocos días antes, el obispo había visto en un sueño que Dios se construía una mansión y que siete estrellas indicaban el camino.


¡Ellos eran siete y buscaban lo mismo! Entonces los llevó a un paraje apropiado para lo que deseaban. El sitio era un pequeño valle escondido entre las montañas de Cartuja, de clima muy riguroso, rodeado de altas montañas, cubiertas de nieve buena parte del año. Allí construyeron con maderos unas celdas, como pequeñas casas provisionales, y una iglesia de piedra que dedicaron a San Juan Bautista, patrono de los solitarios.

Y organizaron una vida de mucha oración, centrada en el Oficio divino y en la meditación de la Sagrada Escritura, y de gran austeridad y pobreza. Tenían pocos recursos materiales, abundante agua y mucha madera para hacer fuego con que defenderse del frío, algún ganado, pero escasos cultivos. La lana y las pieles de oveja les servían para abrigarse. Uno o varios días a la semana ayunaban a pan y agua, y nunca tomaban carne. De septiembre a Pascua hacían una sola comida. Daban al sueño varias horas, más en invierno que en verano.

Los hermanos cuidaban de los servicios más indispensables, del campo y el ganado y de la construcción. Cada monje atendía a los trabajos de limpieza, lavado y cocina dentro de la celda. Incluso el obispo San Hugo, que a veces por devoción convivía con ellos, cumplía humildemente con estos servicios.

Cantaban en la iglesia el Oficio divino, formando un coro reducido y sin instrumentos musicales, y completaban el Oficio en la soledad de sus celdas. La misma dureza de su vida les ayudaba al fervor del corazón y a la alabanza divina. Maestro Bruno era el prior y por su bondad y sabiduría se hacían querer de todos. Sin regla escrita, su ejemplo vivo era la norma que seguían.
 
A veces en la vida de los santos hay momentos en que Dios les exige sacrificar su propia obra. Hora suprema y decisiva en que Dios reserva sus planes. Ante tales inmolaciones, si el alma las acepta, resurge luego y llega a ser, como Abraham, padre de un gran pueblo. Hacía ya seis años que aquella comunidad de solitarios estaba fundada, cuando les llegó inesperadamente un mensajero de Roma. Traía una orden del Papa mandando a Maestro Bruno ir a la curia de Roma para ayudarle con su consejo y apoyo.

Urbano II había sido discípulo suyo y lo estimaba mucho. Pero esta marcha truncaba los planes del fundador y de sus seguidores. La orden del Papa produjo una gran perturbación en la comunidad. ¿Qué hacer sin el organizador, modelo y padre de todos? Bruno obedeció sin réplica. Una vez en Roma, expuso al Papa la crisis de los suyos, y el Papa les escribió restableciendo la paz.

En la curia comenzó a ayudar en la tramitación de asuntos muy importantes para toda la Iglesia. Pero la situación no estaba tranquila: Guiberto hacía la guerra al Papa, quien tuvo que salir de Roma, en su curia huyendo y recorriendo el sur de Italia. Durante algún tiempo Bruno, sumiso y obediente, sirvió en su oficio. Pero empezó a sentir inquietudes en su corazón. Le parecía que aquellas ocupaciones, aquel ir y venir, aquel puesto de categoría, no eran su verdadera vocación. ¿Qué hacer?
 
Ciertamente entre estas preocupaciones y estos trabajos Bruno no se encontraba en su centro, y con toda sumisión expuso sus sentimientos al Papa. Este escuchó sus razones, pero deseando aprovechar su sabiduría y prudencia, le propuso ser arzobispo de Reggio, al sur de Italia, cargo para el que ya había sido elegido.

Bruno le manifestó claramente que no quería dignidades ni cargos, sino retirarse a la vida solitaria y contemplativa, en compañía de otros monjes. Urbano II, que era un santo, comprendió a otro santo, y convencido aceptó.

El sur de Italia estaba en manos de los normandos, amigos y defensores del Papa. Uno de ellos, el conde Roger, le facilitó fundar una nueva Cartuja en Calabria, y allí, en Santa María de la Torre, se instaló. Pronto le llegaron discípulos, pues sabía vivir los grandes ideales que atraen a los jóvenes, y era de un carácter muy afable. Fundó entonces una nueva comunidad, relativamente numerosa, con las mismas normas de observancia y el mismo espíritu que en la Cartuja francesa.

La fundación le obligaba a intervenciones y actividades que le quitaban el tiempo y la paz para entregarse a su tarea favorita, la oración, y en cuanto pudo descargó los quehaceres exteriores en un procurador y se dedicó a la vida interior. Su corazón se iba llenando de amor a Dios y a los hermanos. Así se preparaba para el encuentro definitivo con el Señor. ¡Oh bondad de Dios!, solía exclamar.
 
Iba adelantando en edad, gastado por las pruebas padecidas y por los sacrificios realizados. Su bondad, mansedumbre y maravillosa sencillez encantaban a sus hijos. El se acordaba mucho de Raúl, uno de sus viejos amigos, canónigo como él, que había prometido hacerse monje, pero que no acababa de cumplir lo prometido. Y decidió escribirle una carta, carta que es un tesoro de sabiduría y amor.

"Vivo en tierras de Calabria —le decía— con mis hermanos, esperando al Señor, en permanente centinela, en un desierto bastante alejado de toda vivienda. Su amenidad y lo templado de sus aires, la vasta y graciosa llanura entre montañas, sus praderas, pastos, colinas y ríos, ¿cómo te los podré describir?"

Y luego le dice:

"Cuánta utilidad y gozo traen la soledad y el silencio del desierto a quien los ama, sólo lo saben quienes lo han experimentado".

Le anima después:

"Renuncia a todo para vivir la divina filosofía".

Y exclama transfigurado:

"Dios es el único bien, de incomparable atractivo y belleza".

Al final se despide con sencillez y cariño:

"Me he alargado porque como no puedo tenerte presente, al escribirte me parece hablar contigo más tiempo. Deseo mucho que recuerdes mi consejo y goces muchos años de buena salud".


Así tan cariñoso y afable era el santo de tan gran austeridad y recogimiento.

Por entonces tuvo lugar un hecho memorable. Urbano II, en 1095, en el concilio de Clermont, exhortó a los cristianos a librar la ciudad de Jerusalén y el Santo Sepulcro, donde había sido enterrado el cuerpo del Señor, del poder de los infieles.

—¡Hombres de Dios! unid vuestras fuerzas, tomad el camino del Santo Sepulcro, librad Tierra Santa de las manos de los infieles, y tendréis una gloria eterna. Que cada uno renuncie a sí mismo y se cargue con la cruz.

Esta arenga provocó un enorme entusiasmo en los cristianos. ¡Dios lo quiere!, fue el clamor universal. Y para significar su compromiso los voluntarios se vestían una cruz de paño: eran cruzados.

La iniciativa tuvo un eco extraordinario. De toda Europa occidental acudían voluntarios. En España la Reconquista absorbía las fuerzas. En la primavera siguiente una multitud de caballeros, soldados, monjes, campesinos y personas de todas las clases sociales, a caballo, en carro, a pie, se dirigió por Turquía a Palestina.

Hubieron de soportar dificultades enormes, hambre y sed, emboscadas de bandidos y adversarios, guerra formal. Tres años después, el 29 de julio de 1099, Jerusalén fue al fin conquistada. Pocos días antes había muerto Urbano II.

Bruno, aunque obedecía las consignas del pontífice, sin embargo siguió fiel a su vocación personal. Ni él ni sus monjes participaron de este ambiente ruidoso y belicoso, dedicado a orar por la Iglesia y por la salvación del mundo entero.

En la Cartuja primitiva las cosas funcionaban bien, y su prior, Landuino, nombrado por San Bruno, quiso visitarle para informarle y pedirle nuevos consejos. Desde Francia hasta Calabria el viaje era largo y difícil. Había que ir a caballo, varias semanas, atravesando los Alpes, hospedándose en las hosterías del camino, y tratando de sortear a los bandidos y a las tropas de Guiberto, en guerra contra el Papa y los normandos. Providencialmente llegó sano y salvo.

En Calabria estuvo varios días con San Bruno, a quien tanto quería. Le expuso y le consultó muchas cosas, y el santo quedó muy satisfecho. Después, aunque se sentía enfermo, creyó oportuno volverse a su Cartuja.

Viéndole débil y enfermo, Bruno quiso retenerlo, pero Landuino sentía tanto afecto hacia los suyos que llegó a llorar de pena. Al fin le dejó irse entre tristes presentimientos. ¿Volvería a verlo? Y le dio una carta para sus hijos, rebosante de amor y afecto. Felicitaba a todos por su fidelidad a la vocación, y a los hermanos por su obediencia y caridad.

"Alegraos porque habéis alcanzado el puerto seguro y tranquilo al que muchos desean llegar".

Les mandaba que cuidaran mucho a su prior, tan enfermo:

"Os ruego que la caridad que tenéis en el corazón lo mostréis en obras para con él".

Concluía así:

"En cuanto a mí, hermanos, sabed que mi único deseo, después de Dios, es ir a veros. Cuando pueda lo pondré por obra, con la ayuda de Dios. Adiós".

Los santos brillan como estrellas luminosas de virtud. A veces se agrupan formando constelaciones. La santidad es luz y fuego que se comunica. San Bruno que irradiaba virtud, vivió rodeado de astros de santidad. Urbano II Papa, discípulo suyo, es beato. Hugo de Grenoble, amigo personal suyo y eficaz colaborador de los cartujos, es santo canonizado. Lanuino, procurador suyo en Santa María de la Torre, es también beato. Y entre sus discípulos y seguidores, aún sin canonizar, debió de haber muchos héroes de la santidad. Esto se vió en el caso de Landuino.

A su vuelta a Francia fue apresado por los soldados enemigos del Papa. Lo detienen y quieren obligarle a que reniegue del Vicario de Cristo. El se mantiene firme una y otra vez. Entonces lo encierran en un calabozo oscuro, maltratado y cargado de cadenas. Pero sigue inquebrantable, aunque por la dureza de la cárcel y su débil salud comienza a resentirse en sus fuerzas físicas. Más aún, perdona a sus enemigos, e incluso reza por ellos y por su jefe Guiberto. Inesperadamente éste muere.

Informado de ello Landuino, amando a sus enemigos hasta el fin, lo llora por haber muerto en su lamentable cisma. Siete días después este héroe de la caridad, discípulo fiel de San Bruno, muere santamente. Para el santo fue un gran pena, por el gran afecto que le tenía, y también un aviso. El ya iba sintiendo los achaques de la edad y de los trabajos sufridos.

En octubre de 1101, cuando tenía unos 74 años, el Señor lo llamó de esta vida. Conociendo que iba a morir, convocó a sus monjes alrededor del lecho. La emoción de sus hijos fue extraordinaria. Todos le escuchaban con profunda atención.

Explicó su conducta en las diversas etapas de su vida. Después, en una larga y profunda alocución, hizo un acto de fe en los misterios más profundos de la Religión.

"Creo firmemente en el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo. Creo que el Hijo de Dios fue concebido de María virgen. Creo que padeció, fue muerto y sepultado. Creo en los sacramentos de la Iglesia. Creo en la Eucaristía. Creo en la resurrección de los muertos y en la vida eterna..."

Ellos lo escribieron todo porque les rogó que fuesen testigos de su fe ante Dios. El domingo siguiente, recibidos los sacramentos, aquella santa alma se desligó de la carne. Era el 6 de octubre de 1101.

Cuando en la Cartuja francesa supieron su fallecimiento, escribieron con entrañable afecto:

"Privados de nuestro piadosísimo padre Bruno, varón notabilísimo, no podemos fijar lo que haremos por su querida y santa alma. Los méritos de sus beneficios superan todo lo que podemos hacer. Ahora y siempre oramos y todo lo cumpliremos como hijos, por su alma".

El amor que él les había mostrado en vida, brotaba ahora encendido en el corazón de sus hijos. ¡Oh bondad de Dios!

Era tan conocido San Bruno y sus hijos lo querían tanto, que enviaron un mensajero por las Iglesias y monasterios pidiendo oraciones por su eterno descanso. El postulador, a caballo, llevando un rollo de pergaminos cosidos, donde se anotaban los funerales, misas y rezos que se comprometían a celebrar por él, recorrió Italia, Francia, Bélgica y pasó a Inglaterra. De aquí, volviendo por Francia, pasó luego por mar a Italia.

Resulta impresionante leer lo que algunos escribieron en el rollo.

"Soy de la ciudad de Reims —dice uno— oí varios años sus lecciones. Aproveché mucho y quería darle gracias, teniendo intención de ir a verlo. Estoy muy impresionado. No he podido dejar de llorar..."

Y uno de sus monjes lo describe en sencillos versos:

"Bruno mereció alabanza en muchas cosas, máxime en una: fue un hombre de vida equilibrada, notable en esto. Con el vigor de un padre, mostró entrañas de madre. Nadie lo sintió altanero, mas cual manso cordero. Fue enteramente en esta vida el verdadero israelita".

San Bruno dejó grabado su espíritu en sus hijos, los cartujos, quienes después de 900 años siguen su misma observancia. Como él exlamaba, y ellos lo repiten: ¡Oh bondad de Dios!




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