CAMPAMENTOS DE LOS ISRAELITAS

 
El viaje del Sinaí a Palestina por tierra, aunque penoso, ofrece verdadero interés; es cierto que no se encuentran al paso ciudades populosas, y sí únicamente unas pocas aldeas en aquellos puntos en que permiten los manantiales cultivar el suelo; que aquel territorio es el desierto en toda su aridez y a veces en toda su desolación: el desierto, patrimonio de reducidas tribus pastoriles en los puntos donde la esterilidad no es completa; y sin embargo, aquellos sitios, que hoy tan fuera están del mundo civilizado, conservan en las ruinas que los cubren vestigios de un período en sus destinos históricos muy distinto del que ahora atraviesan.
 
Hubo un tiempo en que el comercio derramaba movimiento y vida en medio de aquellas soledades; Roma, soberana entonces de la Idumea, llevó a ellas el espíritu práctico a la vez que grandioso que ha dejado impresa su huella en las más remotas provincias del imperio; abrió allí caminos cuyas señales aun pueden verse; construyó ciudades, erigió monumentos que excitan todavía la admiración del viajero, y estos testimonios de la antigua civilización idumea y en primer lugar las ruinas de Petra bastarían para justificar el sentimiento de curiosidad que impulsa al viajero europeo hacia aquellos eriales, aun haciendo abstracción de los interesantes recuerdos de la prolongada peregrinación hebrea.


Al poco tiempo de haber salido del monasterio de Santa Catalina se halla el viajero en estrechos desfiladeros que los torrentes han puesto casi intransitables, y en su suelo pedregoso apenas pueden sentar la planta los camellos. Las vertientes orientales de los montes del Sinaí son aún más agrestes e imponentes que las del lado occidental: la soledad es profunda, y únicamente el rumor del paso de una que otra caravana interrumpe el sepulcral silencio.

Lo primero que se ofrece a la consideración del viajero en medio del selvático paisaje que le rodea, a unas dos horas del Djebel-Musa, cuya cima puede ver aún descollar entre las graníticas agujas que le circuyen, y en una de las revueltas del Uadi-Saal, es, rematando un peñascoso altillo, un ualy musulmán consagrado a Neby-Saleh, humilde oratorio al que tienen gran veneración todos los beduinos de la península.

El personaje que allí descansa es mirado por ellos como el jeque de los jeques y el gran profeta de que se habla en el Corán, y su sepultura, cubierta con un verde tapiz en el que están tejidos algunos versículos de aquel libro, es objeto en los últimos días de mayo de famosa peregrinación que puede considerarse como la fiesta nacional de las distintas tribus de la comarca.

Hombres y mujeres, en numerosos grupos, se encaminan desde diversos puntos a la funeraria capilla, y los peregrinos, formados luego en procesión, le dan la vuelta; los sacrificios, banquetes, bailes y las carreras de dromedarios en honor del profeta duran por lo regular varios días, y la fiesta suele concluir con otra peregrinación al monte Sinaí, en cuanto los beduinos de la península profesan igual respeto y tributan los mismos homenajes a Neby-Saleh, a Mahoma y a Moisés.

Después de andar largo tiempo por un laberinto de estrechas cañadas, se llega al Uadi-Ghazalet (calle de la Gacela); la marcha se hace entonces menos difícil, pero la aridez es la misma y la falta de agua impone a los viajeros penoso sufrimiento. Se llega por fin a la deseada fuente de Ain el-Hadhera, que por la generalidad de los autores es identificada con la estación indicada en la Biblia con el nombre de Haseroth, a la salida de los sepulcros de la concupiscencia.

«Y fue, llamado aquel lugar sepulcros de concupiscencia porque en él enterraron al pueblo que había tenido deseos. Y saliendo de los sepulcros de concupiscencia vinieron a Haseroth y acamparon allí.»

La palabra Haseroth significa cierre, recinto, y parece indicar que los israelitas, al hallar en aquel punto una fuente abundante, acamparon en él varios días y rodearon su campamento de un cierre de piedras en seco o de un vallado de arbustos, como practican todavía los árabes para defensa de sus aduares.

Durante la estancia de los hebreos en Haseroth, María, hermana de Moisés, fue atacada de lepra por haber murmurado, junto con Aarón , contra su hermano. Penetrado de lástima Moisés a la vista de la horrible dolencia, pidió al Señor la curación de su hermana, la cual alcanzó después que la culpada estuvo desterrada del campamento durante siete días. Transcurrida que fue esta semana de expiación, María volvió sana al campamento y el pueblo partió de Haseroth para ir a plantar sus tiendas al desierto de Farán.

En cuanto a la estación anterior, llamada sepulcros de la concupiscencia, en hebreo Kibroth-Hataavah , opina el sabio Palmer que ha de colocarse en el punto que lleva el nombre de Erueis el-Ebeirig, situado a veintiocho kilómetros al suroeste de Ain-Hadhera, y en él se encuentran, en efecto, vestigios de antiguo campamento, muchas cercas formadas con piedras y gran número de sepulcros.

Allí se reprodujo para los hebreos, disgustados de alimentarse sólo con maná y deseosos de comer carne, la portentosa caza de codornices, a lo cual siguió una plaga de la que perecieron a millares. De ahí el nombre conque aquel lugar fue conocido.


Cuarenta y cinco kilómetros en la dirección del suroeste dista Erueis el-Ebeirig del Djebel-Musa, y esta distancia fue recorrida en tres jornadas por el pueblo hebreo al dejar el Sinaí para establecerse en Kibroth-Hataavah, donde había de experimentar la misericordia a la vez que la ira del Señor.

Seis horas de marcha conducen al desfiladero de Nakb el-Bueib, y a su salida, después de seguir por algún tiempo el Uadi es-Saadeh y al dar la vuelta a un alto cerro, aparece el mar luciente cual pulido espejo. Es el golfo oriental del mar Rojo, casi ignorado hoy por los marinos europeos; el comercio nada tiene que explotar en sus inhospitalarias playas, que ofrecen, además, graves peligros para los navegantes, ya que gran número de rocas madrepóricas, ocultas a flor de agua, forman bancos y escollos que es muy difícil evitar.

Tampoco a los viajeros por tierra brindan con la menor seguridad las riberas del golfo de Akaba, llamado antes Elanítico; en los riscos y peñas que las forman suelen tener su guarida beduinos rapaces que hasta se atreven con las caravanas cuando se juzgan ellos los más fuertes.

En medio de aquel desierto, el hombre aislado y débil encuentra por todas partes enemigos. Por esto las caravanas lo pasan observando gran precaución y con las armas en la mano; al menor grito, a la más leve sospecha se detienen y se colocan a la defensiva.

El árabe tiene la mirada de lince y el oído sutil, y es preciso haber vivido entre sus tribus para formarse idea de la actividad y de los recursos a que en su vigilancia acude. Los trajes y arreos más sencillos son la mejor salvaguardia contra la codicia de los beduinos; infeliz el que imprudente penetra solo o con escasa fuerza por aquellas agrestes regiones llevando al descubierto el menor objeto de valor o de lujo. No ha de tardar en verse en poder de salteadores, y si llega a caer víctima de un tiro o de una puñalada ha de contarse conque el crimen queda para siempre ignorado e impune.

Siguiendo durante unos quince kilómetros las riberas occidentales del golfo, aparece a la vista del viajero una isleta cubierta de ruinas que lleva por nombre Djeziret-Faraun (isla de Faraón), y además las de El-Kurey (la aldea) y de Djebel el Kalat (el cerro del Fuerte).

Situada la primera a un kilómetro de la playa, forma un óvalo de trescientos y cuarenta metros de largo por ciento y cincuenta de ancho, y consiste en dos collados peñascosos, compuestos de granito y pórfido, y unidos por medio de un istmo. Los rodean bancos de coral, y el pico septentrional, más elevado que el otro, se alza sobre el mar un centenar de metros.

En otro tiempo hubo en su cima un castillo, y también la colina meridional ofrece vestigios de edificios, aunque no de tanta importancia. Sus ruinas, hoy día del todo abandonadas, sirven de guarida a los piratas o de refugio a los pescadores; datan al parecer de la época de las Cruzadas, aunque es indudable que han sustituido a ruinas mucho más antiguas, ya que el islote, a causa de su proximidad a Asiongaber y a Elath, hubo de ser ocupado desde los tiempos más remotos.

Saladino se apoderó de él luego que hubo conquistado a Elath, y de su época serán las construcciones sarracenas que allí existen. En el año 1182 lo atacó, aunque sin fruto, Reinaldo de Chatillon; en tiempo de Abulfeda estaba ya completamente desierto y su guarnición fue transportada a Akabah.

Continuando la excursión por las playas del golfo, que, solitario ahora, vio surcar en otros tiempos sus aguas por las flotas de Salomón en busca del oro de Ofir; dejada atrás la fuente salobre de Ain-Nueibia, encuentra el viajero la población de Akabah, que ocupa probablemente en el extremo septentrional del golfo el sitio en que se levantó la antigua Elath que le dio nombre.


Cincuenta horas de marcha la separan del monte Sinaí. Conquistada por David cuando se apoderó este rey del territorio de Edom dejando en él guarniciones, permaneció sumisa a Salomón y probablemente secundaría en tiempo de Jorain la rebelión de los edomitas, los que se alzaron contra aquel soberano.

Reconquistada tiempo después por Azarías, que la reconstruyó, estuvo en poder de los judíos hasta el día en que Rasin, rey de Siria, se la arrebató para devolverla a los edomitas.

Bajo el dominio romano conservó aún cierta importancia, y en la época cristiana fue sede episcopal, siendo, durante el imperio bizantino, el cuartel o puesto militar de la décima legión Fratensis.
 

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