ORACIÓN A SAN BERNARDINO PARA PROTECCIÓN Y ARMONÍA FAMILIAR


ORACIÓN

Señor y Dios nuestro,
que enviaste a tu santo sacerdote,
Bernardino Realino,
para llevar el Evangelio de la paz
a pueblos y aldeas.
 
Dios nuestro, que enseñaste a tu Iglesia
a observar todos los mandamientos celestiales
en el amor de Dios y del prójimo:
 
Ayúdanos a practicar obras de caridad
en imitación de Tu Sacerdote, San Bernardino,
que merece ser contado
entre los bendecidos en Tu Reino
y por su intercesión te pedimos
que por ser un gran protector de la familia
mantengas las nuestras unidas,
en amor, afecto, unidad y concordia.
 
 
A ti, bendito San Bernardino,
que siempre trataste de mantener
la familia como núcleo principal
en cuyo seno se engendrara
el único y verdadero amor a Dios,
te pedimos fortaleza y perseverancia
para mantener el amor entre los nuestros.
 
Líbranos de discusiones, separaciones,
disputas y arrogancias,
y mantennos en amor, armonía y paz,
para que todos y cada uno de sus miembros
podamos disfrutar de la dicha familiar.

Señor, oramos para que podamos seguir
a San Bernardino Realino y responder a tu llamado,
para tu gloria y la salvación de nuestras almas.
 
San Bernardino Realino, ruega por nosotros.
 
Amén.
 

En la vida de los santos hay muchas veces, además de los hechos que recoge la historia, otros pertenecientes a la tradición oral o piadosa, que va de boca en boca. Son episodios que, por no estar rigurosamente comprobados, no se consignan en las hagiografías. Tal es el caso de la siguiente anécdota, atribuida a San Bernardino Realino:
 
Se cuenta que cuando este excelso varón estudiaba medicina, se hallaba un día en una clase de anatomía, en la que un viejo maestro explicaba cuáles eran las partes vitales del cuerpo humano.


—El corazón —dijo el maestro— es el órgano principal y el más delicado. Una falla en el corazón basta para que cese la vida.
 
Entonces, un discípulo que gustaba de decir agudezas, preguntó:
 
—Maestro, ¿y podría llamarse "falla del corazón" al hecho de sentir odio por alguien?
 
El profesor, tomado por sorpresa, respondió:
 
—Sí, esa es una falla grave.
 
—Pues ved, maestro —dijo en tono zumbón el discípulo—, que yo os aborrezco cordialmente, y sin embargo, vivo.
 
Bernardino, que había seguido atentamente el diálogo, intervino, para ayudar al maestro, desconcertado con aquella broma de mal gusto. Entonces se dirigió al bromista, y le dijo:
 
—¿A qué llamas tú vivir, compañero?
 
—Ya lo ves —respondió el aludido—: a bromear, a reír, a moverme y tener pulso y palpitaciones.
 
—He allí tu grave error —continuó Bernardino—, pues la vida de un hombre es algo más que eso: es pensar, es amar, reconocer a Dios y seguir sus enseñanzas en fe, en esperanza y en caridad.
 
El alumno bromista enrojeció de indignación al oír la carcajada general que había rubricado las palabras de Bernardino. Furioso, se volvió hacia el santo, dispuesto a lanzarse sobre él. Pero padecía, seguramente sin saberlo, alguna afección cardíaca, pues al instante se le doblaron las piernas y cayó al suelo, con todos los síntomas de un síncope.

Inmediatamente fue llevado a una cama, donde poco a poco pudo recobrarse. Cuando abrió los ojos, encontró que quienes lo habían atendido con mayor solicitud, eran su maestro y Bernardino. Entonces dijo:
 
—Ahora veo que en verdad tenía yo una falla en el corazón, y que esto pudo costarme la vida.
 
—Pero no es demasiado tarde —le dijo sonriente Bernardino—. Da cabida en tu corazón al amor, y verás que, poco o mucho, sabrás entonces lo que es veras vivir.
 
Esta anécdota lo retrata de cuerpo entero. Durante toda su vida, resplandeció la bondad de su espíritu, en actos y en palabras.
 
Desde su juventud, cuando mostró sus aptitudes para las bellas letras, hasta su ancianidad ilustre (pues llegó a los ochenta y seis años), el noble, humilde y abnegado Bernardino no dejó sino la huella imperecedera de su caridad y de su amor a Dios.
 
Es, por lo tanto, un altísimo exponente del heroico siglo XVI, que tantos hombres notables dio al mundo; unos, a través de hazañas militares y científicas, y otros, por el dominio de sí mismos y su entrega a la vida espiritual.
 
 
 
 

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