VIDA DE SANTA KATERI TEKAKWITHA


El papa Juan Pablo II, en la solemne liturgia de la beatificación -22 de junio de 1980-, la reconoció una «genuina piel roja», presentándola al mundo como «La primera virgen Iroquesa que, en Norteamérica, renovó, en el siglo XVII, los prodigios de santidad de Santa Escolástica, Santa Gertrudis, Santa Catalina de Siena, Santa Ángela de Ménci, Santa Rosa de Lima; precediendo, en el camino del amor, a su gran hermana espiritual Teresa del Niño Jesús».

La admiración, la simpatía y el cariño populares han escrito en un monumental bloque granítico: «Catalina Tekakwitha. 17 de abril de 1680. La flor más bella que jamás nació entre los indios».


Una grabación más que centenaria justificando el recuerdo de piedra de Aurisville, en la ribera del San Lorenzo, poblada tres siglos y medio atrás por los feroces y belicosos mohawks.
Actual demarcación estatal de Nueva York, diócesis de Albany. Con razón muy orgullosos los descendientes de los hombres y las mujeres de cabeza emplumada y hacha en alto, y, naturalmente, también legítimamente orgulloso el mundo cristiano.

La realidad biográfica y su ambientación rustica ponen marcha atrás.

En los años 1650 y tantos, cuando la ambición de riquezas y la fiebre de dominio, despertadas tras las impresionantes hazañas de Cristóbal Colon y Vasco de Gama, habían empujado a los navegantes españoles y portugueses, amparados en su favorable posición y en la estimulada vocación marinera, a la conquista de nuevas tierras.

Cuando, sobre el Atlántico, un furibundo vendaval de intereses políticos empujaba conquistadores y armas, colonizadores y misioneros hacia la apetitosa geografía Virgen norteamericana.

Un escenario donde, con armas en la mano, discutirían protagonismo Gran Bretaña y Francia. Implicando en el enfrentamiento sangriento a los respectivos nativos, Iroqueses y algonquinos...

Precisamente sangre de los susodichos indios -tribus tradicionalmente irreconciliables- corría por las venas de Tekakwitha, hija del guerrero Iroqués y futuro cacique Keñoronkwa y de Kahenta, una agraciada algonquina nacida y bautizada en la aldea canadiense de Trois Rivières. Arrancada de su cabaña en una de las repetidas incursiones enemigas y, contrariamente a los usos ancestrales, honrada con especial consideración. Pero con la imposición marital de educar a los hijos en la religión tradicional, idolátrica y supersticiosa, de la tribu.

Tekakwitha vino al mundo en el antaño país de los mohawks, en el fuerte de Gandaouague, en Ossernenon. En la desembocadura del Hudson, junto a Fort Orange que es la actual Aurisville. Supuestamente en el año 1656.

Los terribles mohawks o pieles rojas cultivaban maíz, judías y chayoteras en los regadíos del referido Hudson, del Richelieu y del Mohawk, en cuyos márgenes fluviales compartían largas cabañas, estructuradas sobre gruesos troncos clavados en el suelo, revestidos de ramaje, y abovedadas con cortezas de árbol. Siempre más de una familia; no raramente hasta veinte o treinta. En departamento individual, pero con una fogata para cada cuatro. Sin ventanas, con agujeros también compartidos que daban salida al humo y entrada a la luz. Verdaderas casas grandes, como las llamaban, formando populosas aldeas.

También tallaban madera, coloreaban y adornaban pieles, que convertían en prendas de vestir y calzado, y elaboraban objetos de cerámica y de cestería. Y, por supuesto, guerreaban. La guerra, la caza y la pesca, a cargo de los indios, borrachos, jugadores, fumadores, gandules.


Para ellas quedaban la recogida de frutos del bosque, el cuidado de la cabaña, la atención a la cocina, el acarreo de agua y leña, las tareas agrícolas y las referidas labores artesanales...

Integrantes de la temible federación tribal Liga Iroquesa o Liga de las Cinco Naciones, indiscutiblemente los mohawks eran campeones en ferocidad y salvajismo. Altos, ágiles y robustos, arrasaban plantaciones y quemaban cabañas y esclavizaban, torturaban y mataban prisioneros cuya carne, en ocasiones, comían.

La guerra para ellos era poco menos que un deporte. Siempre con el hacha en alto. Contra los colonizadores -franceses, ingleses, holandeses- que les habían invadido, les explotaban y les arrinconaban. O abriendo compuertas al endémico odio tribal a las etnias norteñas, particularmente a los indios hurones y algonquinos. Y progresivamente despectivos, hostiles, torturadores y sangrientos cuando se dio la presencia jesuítica gala, pionera en la evangelización del país.

Nada menos que ocho misioneros martirizados entre 1642 y 1649. Por manos iroquesas. Pero armadas por los colonos extranjeros, recelosos de la actuación y la predicación religiosas contrarias a las desmesuradas ambiciones coloniales...

Fue el marco histórico y social, la ambientación de la infancia y la juventud de nuestra piel roja.

La traducción correcta del autóctono Tekakwitha debe leerse "niña que empuja con las manos". En alusión a la crónica enfermedad ocular que, en ocasiones, la obligaba a tantear para asegurarse los pasos.

Hasta los ocho años fue Ioragode o Brillo de sol... Sol apagado por la viruela, de exportación europea, que oscureció sus cuatro hermosas primaveras. Una terrible epidemia que le robó al hermanito de dos años, la dejó huérfana total, desgraciado el rostro y las pupilas marchitas, casi muertas. Una cara hecha un adefesio, fea y la apartó de Aurisville.

Refugiando su soledad, su desamparo, sus lágrimas el desconsuelo, el dolor en la cabaña del tío paterno Iowerano, jefe de la tribu, que le ofrece la compañía personal, de dos mujeres -hermana y esposa- y de la pequeña Enita, también ahijada, y , por supuesto, cariño, cuidados, educación, porvenir... Inicialmente en Gandaouage, que sería arrasado por los franceses y resucitaría sucesivamente en la orilla fluvial y sobre una colina y acabaría llamándose Caughnawaga... Bendita cabaña que propició su transformación

Precisamente la necesaria penumbra para sus ojos enfermos pondrá a la nena al margen de las fiestas salvajes, de las prácticas idolátricas, del alcohol, del desenfreno, de las orgias, del embrutecimiento...

En la soledad mimará su natural sentimiento pudoroso predestinado a la consagración virginal. Y logrará resultados primorosos en la costura de telas y pieles, en el bordado, en el teñido; en la confección de canastas, cuerdas, guantes, brazaletes, cinturones...

El P. Chauchetiere resume:

«Era dulce, paciente, casta, inocente y educada como una señorita francesa». Y fina, sensible, inteligente, un tanto tímida, hacendosa. Ciertamente un buen partido.

Las tías la llevaban a las fiestas para que tuviera ocasión de relacionarse socialmente. Preciosa ella, destacando tanto por el buen gusto en la elección de las prendas como en la ornamentación complementaria: collar, aros y brazaletes y, particularmente, la vincha perlada que le recogía el pelo en la frente. Todo eran ojos para contemplarla. Pero ella, ajena a la admiración; interiormente al margen del ambiente social que la envolvía.

Nada de coqueteos. Ni de intimación con la juventud. Totalmente desinteresada de los muchachos. Con los consiguientes disgusto y enfado familiares.

«¡Que estúpida ella, la hija del cacique, no se atreve a hablar con ningún joven. Salta a la Vista que no es una mohawk sino una floja algonquina!»

Infructuoso el empeño, inútil también el acostumbrado recurso al arreglo matrimonial entre familias, al margen de los interesados, según costumbre local.

Pues ocurrió que los tíos le habían advertido que tendrían invitados distinguidos a la mesa; que preparara un plato para lucirse y, sobre todo, que se pusiera guapa. Y fue la escenificación. La aparición de un joven, vistosamente emplumada la cabeza, vestido a la usanza nupcial mohawk, acompañado de los familiares y ofreciendo regalos. La sorprendieron.

Tekakwitha no Ignoraba el significado del gesto. Si ella se sentaba a su lado y le ofrecía alimento quedaban casados. Pues no. Abandonó, indignada, la cabaña. Huyó a los maizales, de donde no saldría hasta haber desaparecido los huéspedes.

La encerrona resultó mal. Disgustada y ofendida la muchacha. Y seriamente enfadados los padres adoptivos y la tía. No se lo perdonarán. Castigada con constantes burlas, humillaciones, asperezas, presiones, amenazas... que la víctima correspondía, calladamente, con una mayor solicitud en las atenciones laborales y en la afabilidad de trato.

Ellos, mordidos por el afán de casarla. Ella, abrasada por otra fiebre. Por la vehemencia del deseo bautismal.

En septiembre de 1667 aparecieron en el poblado tres hombres vestidos de negro, cubriéndose la cabeza con un sombrero de igual color y con una cruz sobre el pecho. Bien recibidos y bautizados "ropas negras" por la comunidad local.

Obligado Iowerano, en calidad de Jefe, pese a su odio a los franceses y su aversión a la fe Cristiana, a ofrecerles cabaña, cama, cocina, agua, fuego. Puso a Kateri a su servicio.

Una relación fugaz -tres o cuatro días-, suficientes para que los misioneros quedaran prendados de la solicitud, la bondad y la delicadeza de la niña. Para que ella, con once años, resucitara la vaga sombra del rostro, las sonrisas, la ternura y actitudes, gestos y enseñanzas maternos que ahora empieza a comprender. Ahora.

Cuando muda el aislamiento en la cabaña por la soledad apasionada del bosque, que siempre la cautivará, donde se deshace en ruegos:

«Oh Dios de mi madre, ayúdame a conocerte y a amarte»

Cuando, no contaminada por la corriente del odio ancestral que bulle en la sangre de los suyos, se le va prendiendo en el alma la fraternidad universal. La hermosa realidad de que el Piel roja y el hurón y el algonquino y los franceses y los ingleses y todos los hombres del mundo son hermanos.

«El buen Dios -repetía- ama a todos y odia la tortura y la matanza de los prisioneros»

La presencia misionera se hizo permanente ocho años después.

En la primavera de 1675. Con la llegada del Jesuita Santiago Lamberville, cuya labor catequética conocía pausa en las temporadas de caza, de la siembra y de la recolección. Limitada entonces la evangelización, predominantemente caritativa, a los ancianos y enfermos. Precisamente una herida en el pie de Tekakwitha, con la consiguiente inmovilidad, llevó al extranjero a la cabaña de Iowerano.

Fue el momento para compartir su intimidad, para participar la evocación de la madre cristiana, los insistentes empujones al matrimonio y el rechazo personal al mismo, las soledades llenas en el bosque, la problemática religiosa familiar.

Protagonizaba diecinueve ilusionados años. Amaba aquella novedad doctrinal, Jesús de Nazaret y su mensaje de amor a los desgraciados la apasionaban. Deseaba ardientemente abrazar la fe de los europeos. Total que Vinieron doce meses de intenso y exigente catecumenado.

De admirable tozudez juvenil frente a la invencible oposición de la familia, que no acudiría a la celebración. Sólo ganada condicionalmente -no debía abandonar la aldea- la voluntad de Iowerano.

El bautismo de la Iroquesa fue el domingo de Pascua, 18 de abril, de 1676. Cuando la primavera resucitaba sol, luz y color en la ignota aldea de Kahnawake. Todo el mundo endomingado. La capilla luciendo sus mejores galas; el presbítero adornado como en las mayores solemnidades y las paredes tapizadas con pieles de armiño, oso, castor y zorro.

Una gran fiesta... Y punto de partida.

Inicio de la radicalidad cristiana, con aspiraciones de heroísmo, de la pagana Tekakwitha, convertida en Kateri o Catalina.

Es verdad que más de lo mismo. De la cabaña a la capilla, del trabajo a la oración, de la cocina al campo, de las labores artesanales al acarreo de leña y agua. Pero, siendo la misma, interiormente se sentía otra. Se sentía hija de Dios. Asidua y puntual, mañana y tarde, a la oración y a la instrucción colectiva, a la compañía del sagrario, a respirar los nuevos aires de la fe bajo la dirección del P. Lamberville.

«No era una neófita -dejara constancia el jesuita- que tuviera que ser confirmada en la fe, sino un alma colmada con los mas preciosos dones del Cielo. Y a la que era necesario guiar hacia los más sublimes caminos del espíritu»

Feliz la muchacha. Pero tanto gozo pinchó. Y sin tardanza. Que sólo unos meses después los tíos insistieron en la conocida imposición matrimonial. Más la urgencia del retorno de la ahijada y sobrina a los ritos ancestrales Iroqueses. ¡Ah, no! Catalina por ahí no pasa.

Justificando que su corazón lo guarda exclusivamente para el Dios que acaba de conocer. Gesto valeroso, de no poco riesgo, en las condiciones sociales de la tribu. Y abandonarle de ninguna de las maneras. Decididamente no dará marcha atrás.

Pese a las burlas, los insultos, los hostigamientos y las amenazas.

-¡Miren a la cristiana!

Coreaban despectivamente los pequeños, arrojándole barro y piedras, descubriéndola camino de la capilla. Peor. Como cuando fue sorprendida, sola en la cabaña, por un joven guerrero -inducido por la propia familia-, blandiendo hacha, que la conminaba:

-Cristiana, ¡renuncia a tu fe o te mato!

Ella, tras el normal susto inicial:

-Podrás arrebatarme la vida pero no la fe e inclinó la cabeza, retiró la trenza de los cabellos y ofreció el cuello.

La reacción, inesperada, trastornó al muchacho, que puso pies en polvorosa. Y aún más. Acudiendo a la calumnia en lo que más le dolía, acusándola ante el misionero de amores incestuosos entre sobrina y tío.

Catalina socialmente ya no es más que una joven piel roja que ha perdido el cariño familiar y los privilegios de casta y despreciada por el mundo colonial. Con veintiún años. Fea, con los ojos casi apagados y sola en el mundo. Así no podían seguir las cosas.

Dios, que no deja la fidelidad en la estacada, le procuró el refugio de San Francisco Javier. Donde apareció, prófuga, en el otoño de 1677, con la recomendación del P. Lamberville al superior de la Misión:

«Muy pronto podrá conocer el tesoro que le damos ¡Cuídenlo, pues, bien hago votos de que bajo su guía progrese para gloria de DIOS y la salvación de un alma que le es ciertamente muy querida»

San Francisco Javier -actual Caughnawaga, en el Canadá- a orillas del San Lorenzo, bautizada la aldea-refugio de los conversos Iroqueses en circunstancias religiosas difíciles, ampararía, consolaría y salvaguardaría los veintiún años atribulados de la joven india, que compartiría cabaña y vida con su hermana adoptiva Enita y su marido Onas y con la catequista Anastasia, también huidos del fanatismo mohawk.

Donde alternará oración y trabajo y acrecentará ansias de perfección.

«Una de las cualidades mas hermosas de su carácter -testimoniaría el P. Cholenec-, superior de la Misión- era un deseo insaciable de conocer el bien y un gran ardor de ponerlo en práctica»

Tan fervorosa en la diaria asistencia a la celebración eucarística y pegada al sagrario siempre que podía. Adornándose el cuello, a manera de collar, con el rosario y desgranando la devoción mariana yendo  y viniendo del campo o entre las ocupaciones domésticas.

A las pocas semanas, en Navidad, se hizo merecedora de la primera comunión, teniendo en cuenta que era normal un año o más de preparación. Tan edificante en sus frecuentes recepciones eucarísticas. Pues había rivalidad para arrodillarse junto a ella. Es que enfervorizaba.

«Su sola vista -nueva aportación del P. Cholenec- servía de excelente preparación para comulgar dignamente »

Todas las circunstancias favorecían la intimidad de Catalina con Dios, incluso lograba convertir la cacería en un momento fuerte de vida espiritual, pese a que eran tres meses de nomadismo selvático, sin asistencia religiosa, ocupadas las mujeres desollando, descuartizando, oreando presas y desgrasando cueros, cociendo grasas, adobando carnes.

Pero ella siempre encontraba ocasión propicia para acudir a la espesura boscosa que, ambientando de oratorio, había adornado con una gran cruz tallada en la corteza de un árbol. De rodillas frente a la impresionante sencillez simbólica paladeaba, a menudo, el sabor de la contemplación mística.

Con ocasión de un viaje a Montreal, en el verano de 1678, conocería la labor hospitalaria y docente de las monjas europeas.

Regresó decidida:

"Consagrare mi virginidad a Dios como lo hacen las mujeres blancas del hospital."

Pero el P. Cholenec la encauzó hacia la perfección cristiana en el propio ambiente. En la cabaña, en la aldea. Sin necesidad de reglas ni de claustros.

Dócil ella, intensificará su viva y mortificada piedad sacramental y litúrgica, se prodigará caritativamente y formalizará su entrega plena a Dios.

Reventando la contenida ilusión, auténtico estallido primaveral, el 25 de marzo de 1679.

Fue la renuncia formal de la Joven mohawk a las intimidades hogareñas, al cariño de un marido, a los gozos profundos de la maternidad, a la seguridad del mañana.

Un gesto valeroso, profético, que la ha tornado pionera entre los indios norteamericanos con voto de virginidad perpetua.

Después de este heroico sacrificio -resume el P. Cholenec- Catalina ya no se preocupo mas de las cosas de la tierra, solo vivía para el cielo. Y esa tensión de unirse cada vez mas profundamente a Dios agotará sus fuerzas.

Ya el dolor en escena, dolor añadido al voluntario rigor penitencial, frenado por la obediencia. Afanada ella en completar la Pasión de Cristo andando descalza sobre la nieve, flagelándose la desnuda espalda, revolcándose sobre espinas, marcándose -como declarándose esclava del Señor- a fuego las piernas y sumándose a hirientes incomprensiones, envidias y nuevas calumnias.

La enfermiza piel roja cristiana, sensiblemente muy desmejorada en los últimos meses, aún se arrastraba hasta la capilla donde se hacía largamente presente. Y llenaba la cabaña de oración, de fe, de gozo, de estímulos...

Protagonista de singulares experiencias místicas, émula de Teresa de Ávila y Juan de la Cruz.

Pero, coincidiendo con el inicio de la Semana Santa de 1680, empeoró. Recibió el viático y la extremaunción.

El miércoles, 14 de abril, hacia las tres de la tarde, entró en agonía. Destrozada su juventud por las terribles dentelladas de la enfermedad, murió con la ternura florecida en los labios: «Jesús, te amo». Fueron sus últimas palabras. Su postrer susurro.

Sencilla y humildemente, como holló la tierra natal que les discutió la ambición europea, declarándose enamorada, había alargado los brazos a Dios.

Quedó hermosísima. Sorprendentemente recuperada la lozanía y la belleza facial marchitas por la viruela. Los indios la lloraron. Los misioneros lamentaron la pérdida de la dulce, frágil y fuerte Catalina.

Todo eran elogios a la bondad de la desaparecida piel roja cristiana. A su heroísmo. A su fidelidad. A sus virtudes.

Cuajó el fervor popular y los Obispos norteamericanos lo llevaron a Roma.

Hasta 1987 no fue la beatificación, escenificada en el imponente marco de la Plaza de San Pedro. Con los conocidos elogios pontificios a la genuina piel roja, primera Virgen Iroquesa, en los altares.

 

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