CUARESMA: ORACIÓN, AYUNO Y LIMOSNA


Al comenzar la Cuaresma les dice la Iglesia a todos sus hijos en la liturgia del llamado Miércoles de Ceniza que son tres las obras santas en que para conseguir los objetivos de la Cuaresma deben ejercitarse: la oración, el ayuno y la limosna.
 
Por oración se entiende la elevación del corazón del hombre a Dios para pedir su gracia y hablar con él como un hijo con su Padre, según la enseñanza de Jesús.
 
La Cuaresma es, se diría que ante todo, tiempo de oración, tiempo sagrado por ello, es decir, tiempo dedicado, consagrado a Di0s.

 
Dios es el centro de la Cuaresma: con su designio de salvación realizado en Cristo y su llamada al hombre a la felicidad eterna de su gloria, Dios se acerca al hombre misericordiosamente y le ofrece lo que verdaderamente el corazón humano anhela.
 
La Cuaresma es, por ello, sacramento, es decir, una manera de hacer sensible la invisible clemencia de Dios. Como cuando Noé, Abraham o M0isés pudieron tratar con Dios y ofrecerle sus corazones y sus vidas disponibles para el designio divino, y este trato con Dios los santificó, es decir, los unió a él, así el trato de los creyentes con Dios en la Cuaresma los une al Señor y los vincula al cumplimiento de su voluntad siempre misericordiosa.
 
La oración es la fuente de la energía espiritual y el venero de la verdadera alegría. Siempre, pero especialmente en la Cuaresma, es preciso orar continuamente sin cansarse.

El ayuno es la privación voluntaria del alimento terreno en honor de Dios. La Cuaresma ha sido tradicionalmente tiempo de ayuno. Y aunque en la vigente disciplina eclesiástica la obligación de ayunar se limita al Miércoles de Ceniza y al Viernes Santo, se diría que el espíritu del ayuno o lo que el ayuno significa debe impregnar toda la Cuaresma.
 
Nadie como Jesús, el Señor, expresó el fondo del ayuno cuando dijo que no sólo de pan vive el hombre sino de toda palabra que sale de la boca de Dios. Ayunar es reconocer que no por estar hartos de comida ya por eso nuestro corazón puede darse por satisfecho, pues ninguna de las cosas terrenas son suficientes de suyo para llenar el corazón humano.
 
Por otro lado, el hombre tiene el continuo peligro de absolutizar los bienes terrenos y convertirlos en ídolos que nos acaparen como si de ellos nos fuera a venir la salvación. Ayunar es relativizar todo lo terreno y decirnos a nosotros mismos que sólo Di0s es absoluto.
 
Ayunar es renunciar a toda autosuficiencia de signo terreno para afirmar que al hombre, como dijera Santa Teresa de Jesús, lo que de verdad sólo le basta es Dios. El ayuno se dirige contra todas las especies de materialismo y consumismo, contra toda molicie espiritual, contra todo afán desmedido de confort, contra toda huida del sacnfici0, del esfuerzo, de la superación propia, de la mortificación voluntaria, del autodominio. Por ello ya dijeron los profetas que el verdadero ayuno que Dios quería no estaba tanto en la privación de comida material cuanto en el servici0 a la justicia y la buena convivencia entre los hombres, en la misericordia con el oprimido y marginado, en la actitud positiva hacia la fraternidad, en la construcción o restablecimiento de un orden social acorde con la dignidad del hombre y la voluntad de Dios.

La otra obra cuaresmal es la limosna. La Iglesia la entiende en el sentido de compartir amorosamente con el que no tiene, y se debe ver compendiada en la bíblica palabra limosna, elogiada por la palabra divina, toda la gama posible de obras de misericordia así corporales como espirituales.


La limosna es lo contrario de egoísmo, codicia, cicatería, indiferencia ante la suerte del hermano, encierro de la persona en sí misma, indolencia ante el servici0 al prójimo.
 
No tiene por qué entenderse por limosna cualquier obra que coadyuva de algún modo a perpetuar la situación de pobreza de un prójimo, proporcionándole ayuda contraproducente. No se refiere a eso el término bíblico de limosna, trasladado al lenguaje cuaresmal. Limosna es generosidad, apertura al otro, solidaridad con la causa del hombre y la de cualquier hombre, servicio voluntario a cualquier necesidad ajena. La limosna no es necesariamente la entrega de una cosa (pan, ropa, dinero, etc.) sino la entrega de uno mismo al modo de la entrega de Cristo.

El Miércoles de Ceniza tiene una liturgia de la palabra en la que la Iglesia quiere inculcar estas tres obras en los creyentes, pero elige un evangelio (Mt 6,1-6.16-18) en el que Jesús, más que insistir en hacer estas obras, señala que lo importante es cómo se hacen.
 
No basta una oración hecha de cualquier modo, ni un ayuno o una limosna efectuados de forma inadecuada. Jesús invita a reflexionar sobre la forma pura y humilde en que se ha de orar, se ha de ayunar y se ha de dar limosna, evitando sobre todo convertir estas obras religiosas en espectáculo como hacían los fariseos.
 
Orar en el silencio del cuarto, donde sólo Dios nos ve. Ayunar con cara alegre para que el sacrificio sólo Dios lo conozca. Evitar que nadie sepa que damos limosna para que sea solamente homenaje a Dios y no ocasión de alabanzas humanas. En definitiva, lealtad con Dios y humildad. A Cristo lo que le importa es con qué espíritu se hacen la oración, el ayuno y las limosnas.

La Cuaresma está inspirada en los cuarenta días de ayuno y oración que Jesús pasó en el desierto antes de someterse a las tentaciones. El número cuarenta puede igualmente evocar los cuarenta días de Moisés en el Sinaí, los cuarenta años de Israel en su peregrinación por el desierto y los cuarenta días de Elías hasta llegar al monte de Dios cuando huyó de Jezabel.
 
Como tal período especial de cuarenta días la Cuaresma se formaliza en Roma a finales del siglo IV, aunque no puede dudarse que la Pascua desde tiempos anteriores ya se preparaba con ayuno de varios días o de varias semanas, siempre exceptuado el domingo.

Al comienzo de este período se iniciaba la penitencia pública de los pecadores que, en señal de luto y dolor, recibían la ceniza, y al final del período cuaresmal los pecadores ya ejercitados en la penitencia el tiempo que se les hubiere asignado recibían la reconciliación.
 
La comunidad participaba en la penitencia pública sosteniendo con su oración y su aliento a los penitentes. Poco a poco a la misa del domingo, que era inicialmente la única de la semana, se iban uniendo celebraciones de la eucaristía en los días de la semana: primero los miércoles y los viernes, luego también los lunes, más tarde los martes y sábados, y ya en pleno siglo VIII se añadirá la misa de los jueves.

Quedó así la Cuaresma como un tiempo en que cada día tenía su misa propia, y pudo la Iglesia en este período de misa diaria hacer de la liturgia de la Palabra una catequesis continuada. Se convirtió así la Cuaresma para todos en un tiempo de especial escucha de la palabra divina, y esta característica tan brillante la ha conservado en la reforma posconciliar, que ha organizado todo un magnífico programa de lecturas diarias, lo que ha motivado a la Iglesia a invitar a los pastores a que en la misa de cada día de la Cuaresma tengan homilía para los fieles. De esta forma la oración, una de las típicas obras cuaresmales, como hemos dicho, se convierte en diálogo, puesto que el fiel con ella responde al Dios que en la Sagrada Escritura, ampliamente abierta en la Cuaresma, cada día le habla.

Aunque hay tres ciclos de lecturas bíblicas en la liturgia para los años A, B y C, sin embargo, en la Cuaresma, el año A es como el prototipo y está permitido usarlo siempre si se desea. Tiene seis domingos la Cuaresma y cada uno de ellos tiene una temática oportuna. El evangelio del primer domingo se centra en las tentaciones de Cristo en el desierto, el segundo en la transfiguración del Señor, el tercero en el episodio de la samaritana cuando Jesús le ofrece a aquella mujer un agua Viva, el cuarto narra la curación del ciego de nacimiento cuando el Señor se muestra como luz del mundo, el quinto narra la resurrección de Lázaro cuando el Señor se presenta como la resurrección y la Vida, y el sexto domingo es llamado de Ramos en la Pasión del Señor porque el evangelio es justamente la narración de la pasión, muerte y sepultura del Señor.
 
El carácter de catequesis bautismal de los domingos III, IV y V, es evidente. Bautizarse es beber del agua de la gracia, es ser iluminado por Cristo, es renacer desde la muerte del pecado a la nueva Vida en Cristo.

Con estos evangelios se explicaba a los catecúmenos la inmensidad del don que iban a recibir en el bautismo.

Pero, además, las lecturas del Antiguo Testamento de los domingos forman una serie con caracteres propios, que van recordando figuras y etapas de la gran historia de la salvación con que Dios preparó la venida de Jesucristo.

Actualmente, la última misa del período cuaresmal anterior al Triduo Pascual es la llamada misa crismal, que se celebra no con la austeridad del tiempo cuaresmal sino con tintes de fiesta. Su momento propio es el Jueves Santo en la mañana aunque puede adelantarse por motivos pastorales al martes o al miércoles.
 
Se expresa en ella que los sacramentos de la Iglesia brotan del misterio pascual con la bendición y consagración de los óleos y el crisma que se utilizarán en los sacramentos de bautismo, confirmación, orden sacerdotal y unción de enfermos.

Con la tarde del Jueves Santo se inicia el Triduo Pascual, a cuya celebración ha preparado la Cuaresma a los fieles.
 
Los pecadores reconciliados, los fieles estimulados espiritualmente y los catecúmenos abiertos ya a la esperanza de la próxima regeneración, podrán vivir con profundidad el misterio pascual de Cristo. La Cuaresma les ha capacitado para ello. Desde el Miércoles de Ceniza ha transcurrido, como dice la epístola de dicho día, un tiempo de salvación, un tiempo en que Dios se ha mostrado dispuesto a acogernos paternalmente. La comunidad ha implorado, presidida por sus sacerdotes y como quería el profeta Joel, la misericordia divina, y ésta, a lo largo de todo el tiempo cuaresmal, se ha derramado copiosa sobre todos.
 
No es cuestión de perderse tan grande gracia.
 
 

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