LEYENDA DE LA AMANTE DEL CRUCIFICADO


Sucedió que, continuando yo mi peregrinación por el mundo, caminaba por la carretera que va de Játiva a Onteniente, serpenteando por la falda de empinadas y ásperas montañas.

Cuando llegué a la cima de los montes que separan los pueblos de la Costa de los que están situados en el valle inmediato, me paré en lo alto del puerto, bajo un copudo algarrobo, para descansar y contemplar el hermoso paisaje que la vista descubría.

Tenía ante mis ojos una espaciosa llanura rodeada toda ella por una empinada cadena de montañas, cual si fuera un muro de rocas con las cuales quiso el Creador cercar aquel privilegiado suelo. El punto más alto que desde allí la vista descubre es la sierra de Mariola, formada de puntas piramidales o de agrupados promontorios, que semejan apiñados nubarrones en días de tempestad.



Por las vertientes de las cordilleras que corren en distintas direcciones, bajan las aguas al llano, llevando la fertilidad en sus corrientes. En todas partes se ven árboles agrupados que parecen bosques, y lomas cubiertas de verdura, cual si fueran amenos vergeles. Lo inculto y lo cultivado se mezclan allí con esa belleza campestre y ese delicioso desorden que sólo se puede admirar contemplando la naturaleza.

La frondosa higuera crece al lado del pino silvestre, y el romero y el tomillo junto a la vid cargada de apretados racimos.

Cuando yo miraba aquel paisaje, tenía a mis espaldas el sol poniente: el fondo del valle parecía alfombrado con una finísima y azulada niebla que le daba los colores de esmeralda que tienen las aguas del Océano indico: de los blancos caseríos y de las parduscas chozas de los pastores salían columnas de humo que, elevándose en caprichosas espirales, indicaba a las oraciones de los fieles el camino del Cielo; y al través de las montañas corrían ligeras y graciosas nubecillas, que heridas por los últimos rayos del sol daban al paisaje todo un aspecto encantador.

Tal se presentó a mis ojos el valle de Albaida, envidiable por lo poético de su suelo, pero mucho más por la fe y religiosidad de sus habitantes.

Los pueblos situados a corta distancia, semejan unas veces manadas de blancas ovejas, paciendo en las vertientes de los montes; otras, castillos feudales del tiempo de la reconquista; y otras, montecitos de casas colocadas unas sobre otras y coronadas todas ellas por la torre de la Iglesia.

Yo me dirigí a la villa más inmediata, célebre en otros tiempos por la abundancia de olivos que su término producía, y famosa por el óleo balsámico que de ellos se sacaba; a lo cual debe su antiguo nombre de Olería, corrompido hoy con la repetición de su segunda letra.

A este piadoso pueblo bajé buscando hospitalidad, y tuve la buena suerte de hallarla en casa de una familia entre cuyos individuos había almas privilegiadas, de esas que conservan el candor de la inocencia en lo más florido de sus años; que llevan sin mancha alguna la blanca vestidura de la gracia sacada de las fuentes bautismales; que por grande privilegio pudieran llamarse Evas n0 caídas, imitadoras de aquella Virgen Inmaculada que vivía en el retiro de su casa, amando con célico ardor y con santo delirio la incomparable virtud de la pureza, la gloriosa palma de la virginidad.

Había en fin en aquella casa virtudes heroicas, sólo de Dios conocidas; esposas del Cordero Divino que vivían, como el Apóstol, crucificadas con Cristo y muertas al mundo; almas que eran como yo peregrinas y extranjeras en este destierro miserable donde lloramos cautivos, lejos de la patria bienaventurada; y con estas almas simpaticé al punto sin poderlo remediar, sobre todo con una que merecía el nombre de Amante del Crucificado.

Al otro día, después de haber oído misa, quise proseguir mi camino; mas aquellas buenas almas me lo impidieron diciendo en su lenguaje familiar: No buen Peregrino, usted vendrá hoy con nosotros y nos contará cosas muy santas.

Y en efecto, aquella familia tenía dispuesto salir a pasar el día a una casa de campo, y me obligaron a que les acompañara. El jefe de la familia y yo salimos delante para no llamar la atención, y una hora después de haber llegado nosotros, llegaron los demás.

Era el tercer día de Pascua de Resurrección, y con ese motivo yo les hablé de los Jugares sagrados, y en especial les describí el Santo Sepulcro de Jerusalén, y el Huerto de las Olivas, descripciones que ellos oían con respetuoso silencio. Cuando me pareció bien, suspendí mi relato y los mandé a pasear por el bosque, para recrear la vista y aspirar la fragancia de las flores campestres. Todas corrían alegremente, mientras que la Amante del Crucificado, permanecía a mi lado con otras dos compañeras.

Desplegó sus labios para suspirar dulcemente, y después me dijo.

-¿Le molestaremos a usted si nos quedamos en su compañía?

-No, de ningún modo; pero quisiera pasear un rato entre esos pinos que movidos por el viento producen un blando susurro que eleva el alma hacia Dios.

-¿Y será imprudencia ofrecernos para acompañarle?

-No lo juzgo así, siempre que vengáis las tres.

-¿Y nos dirá usted a nosotras solas cosas que nos enciendan en el amor Divino?

-Yo os diré las palabras que el Señor ponga en mi boca.

Comenzamos a caminar, y a pocos pasos llegamos a un campo alfombrado de romero y lirios silvestres.

Ellas convinieron en hacer un ramo con aquellas flores, y entonces observé una cosa que me llamó la atención sobremanera. La Amante del Crucificado se quitó el mantón airosamente y lo dobló en un momento: luego miró dulcemente a un hermoso crucifijo, que bajo el manto llevaba, lo besó con profundo cariño, lo recostó al pie de un olmo sobre su manto doblado, y lo cubrió después con un hermoso pañuelo.


No he visto en mi vida una madre que mire tan dulcemente, ni bese con tanto cariño, ni cubra con tanta solicitud a su hijo adormecido en la cuna, como aquella criatura miraba, besaba y cubría a su crucifijo. Entonces le pregunté admirado:

-Pero, hija, ¿llevas tu crucifijo hasta en el paseo?

-¡Ah, sí! lo llevo por todas partes y lo prefiero a todo: nunca me abandona él, y por eso yo nunca debo abandonarle.

Había tanta firmeza en aquellas palabras, y tan elocuente expresión en aquellas miradas, que por oírla le dije:

-Sin embargo, hoy podías haber pasado sin él.

-¿Cómo, señor?

- Es la luz que me ilumina, es el sol que me calienta, el manjar que me da vida, la vida que me sustenta. Y ¿quiere  usted que viva sin él? Mi crucifijo es para mí, belleza que me enamora, dulzura que me embriaga, prenda que mi alma adora, fuente que mi sed apaga.

¿Y quiere usted que viva sin él? ¡Eso no; jamás!

-¿Y por qué no quieres abandonar ni un momento el crucifijo?

-¿Por qué ha de ser? porque si sufro me anima, me consuela, si padezco, me da la mano, si caigo, y fuerzas, si languidezco. Me alienta cuando estoy débil, me da gozo en la aflicción, en los temores sosiego, victoria en la tentación. Si lo tengo, nada quiero, si no, nada me contenta, porque, si de mi se ausenta, de pena y quebranto muero.

Aquí, interrumpiéndola, me atreví a decirle:

-Pues, que el crucifijo sea siempre el compañero de tu vida!

A lo cual ella respondió:

-Me guardará en mi vida y muerte y me dará la victoria, y a él deberé la suerte de alcanzar eterna gloria.

Después de esto, cada uno tiró por su lado a coger las flores que con su lozanía la vista recreaban, y yo tiré por el mío.

Cuando me alejé un poco, percibí una voz hermosa y agradable que expresaba en una canción sus apasionados afectos: era la misma, la Amante del Crucificado, que dirigía al Amado de su alma estos armoniosos versos:
 

Cuando muerto os considero,
Dulce Bien mío, de amor,
casi muero de dolor,
viendo que de amor no muero.
 
¿Cómo es posible, Señor,
que a tanto amor satisfaga?
 
Si amor con amor se paga,
dadme amor y más amor
que ese amor que así me hiere
con tal ansia al alma deja,
que gime, llora y se queja,
porque de amores no muere.
 
Yo escuchaba aquella voz, no sé si confuso o enternecido.
 
Aquel amor tan tierno a Cristo crucificado fue para mí una de bs reprensiones más amargas y provechosas que he tenido en mi vida. Me avergoncé de ver que había dejado padre, madre, hacienda y patria por seguir a Cristo, y que a pesar de eso no le amaba tanto como aquella joven, que no había salido del seno de la familia.

Me separé de allí un largo trecho, y cuando noté que nadie me veía, me puse a caminar deprisa para continuar mi peregrinación por el mundo. Cuando tuve seguridad de que nadie me oía, levanté la voz y dije imitando a san Antón:
He visto a la Magdalena, he visto a la hermana de Lázaro al pie de la Cruz, puesto que he visto en este valle a la Amante del Crucificado

¿Y en qué vino á parar esta mujer venturosa?

¡Ah! la Amante del Crucificado sólo podía vivir crucificada, y ella lo está hoy con los tres votos de Obediencia, Pobreza y Castidad. Si tú, que esto lees, procuras imitarla, algún día, al acabar se esta peregrinación, podré mostrártela en el Cielo...
 
 

 
 

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