PEDID Y RECIBIRÉIS, LEYENDA PIADOSA


En la época de mis peregrinaciones estuve en Francia, de paso para Roma, y moré unos días en nuestro convento de Marsella. Cierta mañana, estando de recreo con los Padres, llegó el portero anunciando que dos Hermanitas de los Pobres estaban en el recibidor, buscando de prisa un sacerdote para asistir a un pobre anciano moribundo; suplicaban que, a ser posible, fuera uno que entendiera el español.

Al oír esta demanda, se fijaron en mí todos los ojos, y yo contesté a tan significativas miradas diciendo:

-Estoy dispuesto; tal vez sea algún pobre compatricio mío, que necesita los auxilios de la Religión.


Salí a la portería, acompañado de otro Padre, y pregunté a las Hermanas que venían a buscarnos sobre la vida y costumbre del enfermo.

-Es un extranjero que chapurrea algo el francés; parece haber sido hombre de fina educación y buenos principios -me dijo una de las Hermanas.

-Hace tres semanas -añadió la otra- que le admitimos en el asilo por recomendaciones de una alta autoridad; el retraimiento de su carácter y las rarezas de su edad, que es muy avanzada, le hacían poco comunicativo con nosotras; y así, nada cierto podemos decirle de su vida; pero desde luego podemos asegurarle que no es cristiano práctico, pues no ha querido cumplir los deberes que la religión le impone, hasta ahora que los médicos le aseguran que muere sin remedio.

-Pues allá voy enseguida a ver si ganamos para Dios esa oveja extraviada.

-Allá les esperamos a ustedes -respondieron ellas.

-Si no llegamos antes -repuso mi compañero, que me hizo señal para que lo siguiera.

-En el nombre del Señor -dije yo, poniéndome en el umbral, y comenzamos a caminar por las hermosas calles de Marsella, haciendo algunos rodeos para apartamos de las plazas públicas y centros concurridos de la población.

Cuando vimos el asilo, las hermanitas llegaban a el; nos esperaron con la buena madre a la entrada de la enfermería; ésta abrió el cuarto del enfermo, le dijo algunas palabras al oído y me dejó sólo con él. Me acerqué a su lecho, y, sacando él su mano de entre las sábanas, me la tiende con franqueza, preguntándome con la sencillez de un niño mientras estrechaba la mía:

-¿Entiende usted el español?

-¡Si, señor, lo entiendo!

-Yo deseaba hablar con un español que me entendiera.

-Pues aquí me tiene usted completamente a sus órdenes.

-Pero ¿usted es español?

-Sí, señor, y andaluz por más señas.

-!Ah, que dicha! ¡un paisano mío! -exclamó el pobrecito- y empezó a besarme la mano, conmovido, diciéndome al mismo tiempo:

-Soy granadino; allí nací, y aquí voy a morir muy pronto, según aseguran los médicos; pero antes quiero hacer lo que hacen allá en nuestra tierra los buenos cristianos, cuando llega su última hora.

-!Magnífico! -le contesté yo.
 
Y él añadió:

-Hace treinta años que no me confieso ni oigo Misa. He sido un mal cristiano y un mal padre, y siento necesidad de reconciliarme con Dios, ya que no puedo con mi única hija. Aunque usted me ve así, tengo en mis venas sangre noble, un apellido ilustre y alta graduación en el ejército español. Cuando los cantonales, tomé parte en una conspiración contra el gobierno, y para librar la pelleja tuve que traspasar la frontera disfrazado de comerciante, y aquí he llevado por treinta años la vida que le diré en confesión, si tiene la bondad de escucharme.


-Ahora mismo; empiece usted.

Y empezó... y terminó su confesión, llorando como una Magdalena.
 
Entonces le dije:

-La penitencia va a ser muy cortita, porque está usted muy fatigado: va a rezarle tres Salves a la Virgen de las Angustias, patrona de su pueblo.

-¿La Salve? -dijo él, mirándome fijamente y derramando gruesas lágrimas- ¿La Salve? No me acuerdo ya. Madre mía de las Angustias, ¿habrá perdón para mí?

Y rompió a llorar, con el corazón encogido, como un niño. Yo me conmoví y le dije:

-No se apure, yo le ayudaré.

Me arrodillé a los pies de la cama y añadí:

-Figúrese que estamos en el hermosísimo camarín de la Virgen, allá en Granada, y que comenzamos a decirle: - ¡Dios te Salve, Reina, Madre de Misericordia, vida, dulzura!

-¡Ah, si! ¡Ya me acuerdo!... ¡Vida, dulzura y esperanza nuestra, Dios te salve! ¡A ti clamamos los desterrados!...

-Aquí un sollozo prolongado ahogó la voz en la garganta, después del cual prosiguió:

-A ti suspiramos, gimiendo y llorando en este valle de lágrimas... Vuelve a nosotros tus ojos misericordiosos.

-¿Es así. Padre?.

-Así. ¡Ea, pues!

Señora, Abogada nuestra, vuelve a nosotros...

-Y siguió sólo hasta terminar, dándole a su voz la inflexión del cariño, del dolor y de la confianza.

Después agregó:

-¡Ay qué oración tan hermosa! Mi madre me la enseñó teniéndome sentado en sus rodillas, y cuando joven me obligaba todas las tardes a que la acompañara al templo de la Virgen para rezarla con ella. La última vez que recé esta oración debió ser con mi esposa (q. e. p. d.), días antes de morir ella...

No, no, me equivoco: la última vez fue con mi hija en el Colegio de niñas nobles de Granada a la Purísima del altar, ante la cual me llevó ella la última vez que estuve a verla. ¡Mi hija, mi esposa, mi madre! que tres recuerdos, que tres ángeles, y a pesar de los tres me perdí, y quizá habré sido causa de la perdición de mi Carmela! Cuando yo emigré la dejé interna en aquel Colegio; al llegar aquí quise escribirla, y lo dejé de hacer por temor de ser descubierto y aprisionado; más tarde quise preguntar por ella a la Superiora, y me detuvo al pensar que le debía algunas mensualidades y podían echármela de allí al conocer mi precaria situación; luego... ¡ah, como había pasado tanto tiempo y estaba yo aquí tan enredado, temí saber de ella y que ella supiese de mí!

¡Hija mía de mi alma! ¿habrá muerto? ¿Vivirá y será víctima de hondas penas y terribles sufrimientos? ¡Carmela mía! ¿Dónde estás? !Ay, si tu padre te tuviera aquí a la cabecera de su lecho, qué feliz moriría!...

Mientras él decía esto, llorando amargamente, recordaba yo haber estado en Málaga dando Ejercicios en un convento de monjas, y que una religiosa, a quien llamaban la huerfanita, me había contado su triste historia.

Había estado interna en el Colegio de niñas nobles de Granada, a cargo de las Hijas de San Vicente; las religiosas, viéndola sola en el mundo y con vocación al claustro, le habían buscado colocación en aquella comunidad, donde estaba la huérfana contentísima y muy querida de sus monjas, entre las cuales había llegado ya, por su virtud y sus buenas dotes, a maestra de novicias. La llamaban M. Josefa de Jesús, y llevaba a la sazón veintiséis años orando todos los días y practicando cierta mortificación para que Dios le concediera saber de su padre antes de ella morir, sin que en tan largo tiempo hubiera decaído su espíritu, confortado siempre con esta promesa de Cristo: pedid y recibiréis...
 
Yo no recordaba bien cuál me dijo que era el nombre de su padre, y aun dudaba del nombre de pila que tuvo ella, pero de pronto acudió a mi mente, como el brillo de un relámpago, y sin poder contenerme le pregunté:

-¿Su hija se llama Carmen R. F. de C.?

Aquel hombre clavó en mí sus ojos con una mirada de ansiedad suprema, y palideciendo exclamó:

¿La conoce usted?¿Vive mi hija? ¿Es feliz? Hábleme usted, por Dios!

Yo le conté cómo la había conocido; que ella ansiaba saber el paradero de su padre; las lágrimas que derramaba día y noche, rogando por él y pidiendo a Dios su salvación eterna, etc.

El me oía estupefacto, llorando a torrentes, unas veces de pena y otras de gozo; hasta que lanzando un tierno suspiro me interrumpió:

-Si vuelve usted a España, llevará a mi hija la bendición de su padre moribundo, y le pedirá de mi parte perdón por abandono en que la he tenido.

-Esto último no es necesario: ella le tiene harto perdonado, como lo prueban sus treinta años de oración continua pidiendo por usted. Lo primero lo haré a su tiempo, pero ahora dejémonos de esto, que es preciso se prepare para recibir el Viático.

Se preparó y recibió la Sagrada Comunión con los sentimientos de la piedad más ferviente. Me pidió una medalla, una cruz, cualquier objeto de piedad, y recordé que llevaba en la maleta una caja de escapularios que me había regalado la Comunidad donde estaba su hija. Mandé por ella, la abrí en presencia del anciano, y entre los escapularios venía un Corazón de Jesús, primorosamente bordado, teniendo encima cogida con un alfilerito una tira de papel con la siguiente dedicatoria: Sor Josefa de Jesús a su padre director. Allí vi de repente la mano de la Providencia, y cortando del papel la última palabra, se lo alargué diciendo:

-Ahí tiene lo que Dios y su hija le envían.

Conoció la letra y se estremeció de gozo; lo llevó a su pecho y a sus labios mil veces, sin poder articular una sola palabra, hasta que al fin exclamó:

-¡Hija de mi alma! ¡Virgen de las Angustias! ¡Corazón de Jesús! ¡Perdón! ¡He sido muy malo! ¡Gracias Dios mío! ¡Yo no merecía esto! ¡Hija del alma, tu me lo has merecido con treinta años de oraciones por tu ingrato padre!

Viendo que se agitaba demasiado, lo calmé, le recomendé que pensara en el beneficio recibido y en disponerse a bien morir, y me retiré, prometiéndole volver a visitarlo.

Al anochecer fueron al convento a decirme de parte de las hermanas que el anciano español había entrado en la agonía, y deseaba verme. Corrí a su lado, y no he visto muerte más edificante.

Expiró contrito, lleno de confianza en Dios e invocando con filial ternura a la Virgen Santísima.

La última recomendación que me hizo fue esta:

-A mi hija que me perdone, y que he muerto bendiciéndola.

Yo sabía que esa hija llevaba 30 años de continua petición, al cabo de los cuales había sido atendida, y recordé estas palabras de Jesucristo, que se estaban cumpliendo en ella: "Pedid y Recibiréis".



 

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